Me
llamo Maria Oreto Martínez Sanchis. Nací en l'Alcúdia (València), España.
Estudié Filología y me licencié en Lengua Española y en Lengua y Literatura
Catalanas. Ejerzo como professora de catalán.
Siempre he sido una voraz lectora.
Ahora me considero una escritora con ciertas tablas pero que aún tiene mucho
que aprender. Llevo ocho años escribiendo tanto prosa como poesía, con un
paréntesis de dos años en que abandoné mi afición por causas personales.
Me han publicado bastantes poemas y
algunos cuentos y ensayos, tanto en antologías como en revistas digitales y en
papel.
«El lenguaje del abanico"
Siempre fui mujer de silencios que expresaba sus sentimientos
mediante el lenguaje del abanico en la mirada. Descendían los párpados, que ocultaban los
ojos de mar en día soleado, para indicar negación. Se abrían las pupilas desmesuradamente,
y brillando como luceros, para expresar sorpresa e ilusión. Se entrecerraban los ojos,
misteriosos, cuando pensaban. Cuando sentían rencor, un aguijón dorado atacaba aquello odiado como si fuera un relámpago. Expresaban duda,
levantando grácilmente un ojo y una ceja, como si de una interrogación se tratase.
Nadie nunca había escapado al silencio parlanchín de mi inexorable mirada,
aunque bien cierto era que nunca había expresado el más ardoroso de los sentimientos: El amor. Mi corazón solo había experimentado el cariño habitual por la familia, y
me consta que la mirada perdía la fuerza cotidiana hasta enternecerse... Pero la pasión, el frenesí, no sabía plasmarlo en mi rostro
mediante el lenguaje de abanicos, y no era porque no hubiese ensayado ante el
espejo. Había entrecerrado los ojos y aumentado la carga de energía en la mirada, pero parecía una torera apunto de entrar
a matar. Había probado a levantar la ceja, en plan seductor, al mismo tiempo
que entreabría mis mórbidos y sensuales labios. Y sí, un gesto lascivo se
observaba en mi cara.
Por fin, decidí poner en práctica los ensayos de laboratorio y comprobar si mi lenguaje de
abanico era efectivo en todos los casos.
Si hasta entonces era famoso mi laconismo, confundido muchas
veces con prepotencia y antipatía, iba a demostrar al envidioso mundo que mi enigmática mirada resultaba
seductora y hablaba más que mis labios.
El día de autos salí acompañada de una amiga en la que confiaba. Me había vestido de fiesta y
maquillado discretamente, resaltando mis armas para que el color del mar
brillara con toda su intensidad.
Íbamos, en efecto, a una fiesta que ofrecían mis tíos en honor de mi prima, ya
que era su puesta de largo. Llegamos en mi coche al exterior de la mansión, totalmente iluminada y
cuyo patio estaba repleto de coches. Llamamos al timbre. Nos abrió Pierre, el mayordomo francés de mis tíos.
Mi prima, vestida elegantemente, se acercó e hizo el gesto de darme un
beso en cada mejilla. ¿Tocarnos? Ni soñarlo. Teníamos que estar perfectamente maquilladas.
Por el rabillo del ojo observé a un joven sumamente
atractivo. Abandoné a mi amiga momentáneamente y me acerqué. Estaba solo. Me situé ante él y sorprendí la mirada de sus ojos castaños que se abrieron como un
muelle y centellearon. Subí la ceja en actitud coqueta y entorné los ojos mientras sonreía abriendo los labios
turgentes. Él se presentó, mas yo continué mirándolo insinuante; ahora solo reía la mirada, la interrogación se había desvanecido dejando una
leve línea en la frente, que
Juan acarició con ternura. Miré sus labios finos descaradamente y, cuando ya quemaba el aliento
menta de su boca sobre la mía, alguien lo apartó de mí. Era mi prima que, airada, me acusaba de querer robarle un
novio que nunca me había presentado. La miré de arriba a abajo en signo de desprecio, le volví la espalda y la dejé plantada.
Tres días después llegó a mi casa un ramo de rosas rojas con una nota que decía: ¿Eres muda? Juan. Y supe que él había caído en el lenguaje silente del
abanico de mis ojos.
Maria
Oreto Martínez Sanchis
València,
España