Thelma Galván-Suriel es dominicana y dejó su país en
el 1992. Vivió en Puerto Rico hasta el 1998, cuando se mudó a Miami, FL con su
esposo y tres hijos.
Es Licenciada en Economía y Maestra Certificada en Matemáticas y
Educación de Negocios por el estado de la Florida. Trabajó por tres años como
maestra sustituta en el Condado Miami-Dade.
En el 2014 publicó su primera novela “Un Rayo de Sol Entra por la
Ventana”. Desde el 2015 pertenece al Club Miami Atenea y participó en el curso
“Cómo Escribir Cuentos”.
Participó en Encuentros
Literarios Internacionales Luz del Corazon-ELILUC 2015
UN PASEO A LA FINCA
Desde temprano en
la mañana en la vieja casona se sentía el alboroto de los más pequeños. Preparaban un viaje a la finca del padre de
una parte de ellos, y tío de los demás.
Los mellizos, por ser los mayores, dirigían a los otros. Fue una tarea difícil por parte de la abuela
hacerlos desayunar.
No se podía perder tiempo en nimiedades, había cosas más importantes que
hacer, como chequear el vehículo de arriba abajo. Las gomas, los frenos, entrar y salir en
distintas posiciones para asegurarse de que todos cabían. Iban y venían en un frenesí de orquestación
de detalles. Con los ojos brillantes por
la aventura de ir solos a la finca, los pelos pegados a la cara y el cuello,
hablando al mismo tiempo, corrían en un lleva y trae de vituallas, y mensajes.
Cuando la abuela vio que aquello parecía ir demasiado en serio quiso saber
si la madre de los mellizos sabía del viaje.
Claro que sí, aseguraron ellos.
Ya ellos eran los suficientemente grandes como para encargarse de los
más pequeños, como que acababan de cumplir doce años.
La abuela empezó a usar tácticas dilatorias para dar tiempo a que la madre
regresara del trabajo poco después del mediodía. Les preparó sándwiches para el camino, los
conminó a llevarse una muda de ropa, los animó a seguir preparando el vehículo.
El cajón de madera con los travesaños a modo de asiento que era el
esqueleto principal del vehículo fue lavado y medido hasta la saciedad, los
ejes de metal que sostenían las rueditas que una vez fueron auxiliares de una
bicicleta fueron debidamente engrasados.
Cuando la madre llegó y se encontró con el alboroto no tuvo corazón para
decir que no recordaba haber dado permiso para el viaje y dejó las cosas
correr, al tiempo que intercambiaba miradas con la abuela.
Bueno, a las tres de la tarde ya estaba todo arreglado y en su sitio. El mellizo que era mayor por unos seis
minutos era el chofer y comenzó a pedalear y, ¡oh!, el vehículo comenzó a
avanzar, con dificultad sí, pero a avanzar.
La más pequeña del grupo, de unos cinco años, no estaba feliz con los
moñitos que le hizo su prima, porque así era que se usaba en el campo, le dijo,
pero ella no vivía en el campo. Cuando
salieron a la calle se encontraron con un grupo de vecinos curiosos que desde
hacía rato esperaba ver en qué quedaba todo aquello, y que comenzó a aplaudir y
reírse sonoramente. Al ver a la gente la niña empezó a llorar ruidosamente
porque ella no iba a atravesar toda la ciudad con aquellos moños llenos de
cintas de colores.
Entonces la madre aprovechó la oportunidad y con un grito rotundo y gesto
enojado gritó:
–Se acabó el paseo, nadie va para ningún lado.
Se paró delante del vehículo y a pesar de las protestas lo hizo regresar
dentro de la casa, y se llevó cargada a la llorona, antes de que los mayores
cumplieran sus amenazas de hacerla pagar por haberles aguado el viaje.
Thelma Galván
2 de mayo del 2016