RIMAS
La
corriente, queriendo huir de su mirada seca y perdida, se escondía entre los
pastos que se refrescaban en la orilla, en aquel verano de mil novecientos.
Y
Bécquer, gozoso de que su libro estuviera desgastado por el roce permanente de
esas manos y sus versos repasados día tras día…
“Aquellas
que aprendieron nuestros nombres, esas no volverán”.
Angélica
había vivido un noviazgo de siete largos años y cuando se aproximaba por fin la
boda, Ernesto fue llamado por su familia de España, luego que una sucesión de
acontecimientos penosos, la sumergieran social y económicamente.
Desde
entonces cada tarde, hasta que la luz se extinguía, la joven se sentaba a la
orilla del arroyuelo, con el libro de rimas en el regazo y la mirada clavada en
el horizonte.
“Pero
aquellas cuajadas de rocío
y
caer como lágrimas del día…
ésas…
¡no volverán!”
Hasta
que un día, la creciente y la angustia se la llevaron a lo más profundo de su
lecho, dejando a la deriva aquél libro, que luego nadie osó tocar.
Años
más tarde, Ernesto, que había dejado de comunicarse hacía tiempo, regresó a
buscarla y al enterarse de lo sucedido, quedó sumido en una profunda tristeza.
“Pero
mudo y absorto y de rodillas,
como
se adora a Dios ante su altar,
como
yo te he querido…, desengáñate,
nadie
así te amará.”
Después
de un siglo aún se recuerda, en cada creciente del Queguay, cómo Angélica
entregó su vida al amor en el convencimiento de que todo lo que la unía a
Ernesto, como en las rimas, no volvería jamás.