Un poeta no muere.
Detenida la sangre
aún late su pulso
al compás de la rima.
Transmuta sus memorias
en los que le conocieron,
eleva su espíritu al panteón
de las musas que lo habitan,
desviste el hueso de su carne
pero no del verbo…
Y entonces por siempre
desciende el perfume de una estrella
sobre su nariz de cazador,
el verde toca sus dedos
en cada hoja que nace,
y sueña que la muerte
es la mejor manera de vivir,
desde su luz,
desde la selva de las eternidades,
recostado a los surcos
que drenaron sus ojos de romántico.
Hay que ser poeta
para sentirse un Dios
que camina sobre el humo,
y ser perpetuo en su oración:
Creo en la poesía, como creo en mí mismo.