Dos extremos de la vida.
Cae la tarde. Una nueva tarde de otoño, serena, de cielo límpido, de aire tibio y perfumado. Muy de lejos se oye el ruido urbano, bocinas, motores rezongando. Acá entre los árboles, el canto de los pájaros alterado, de vez en cuando, por el sonido estridente de la sierra del viejo Perdomo.
Sentado bajo el único árbol del patio de grava en un banco desteñido por los años está el abuelo. Es el abuelo Jaime que cuida a su nieta. Tiene el bastón entre sus manos y hace arabescos en el piso. Sus ojos detrás de los gruesos cristales se ven cansados, lagañosos, casi sin vida. Miran sin ver los dibujos del suelo ensimismado en recuerdos de hechos que janolaron su vida. De vez en cuando recupera su ìmportante misión de guardián y tutor de Clarita y entonces levanta su cabeza y su rostro se altera. A veces, arrugando su frente y anunciando peligros inexistentes, alza la voz en señal de advertencia con voz cascada y entrecortada por accesos de tos. En otras en cambio sonríe y contesta con monosílabos las palabras que, inconexas, modula su nieta.
Cae la tarde de otoño y dos extremos de la vida parece que se juntan por un instante. Allí está Clarita con sus pasos cortos y todavía inseguros explorando un mundo nuevo. Allí también el abuelo que tiene también pasos cortos e inseguros pero que cuando se cansa se tiene que sentar en una silla o en un banco. Si se sentara en el suelo como está Clarita no podría levantarse.
Para Jaime el mundo es conocido y por conocido se va haciendo aburrido, fastidioso. ¡Ha visto tantas veces ponerse el sol!. ¡Y ese patio de grava!. Él, solo él lo fue delineando y haciendo en base a materiales que le daban en la obra donde trabajaba. ¡Cuánto esfuerzo para empujar repecho arriba la carretilla de rueda zigzagueante!. Desapareció así la greda parduzca sobrante de los cimientos y los atrevidos macachines que asomaban en cada primavera entre espadañas y algunos cardos.
Clara se ha empecinado hoy en golpear con una piedra a otra más pequeña y de color blancuzco que asoma y resalta cerca del portón de entrada. ¡La encuentra tan bella, tan hermosa!. Ha intentado varias veces y de diversas formas sacar de allí ese tesoro pero no puede. Fracasa una y otra vez pero vuelve en su intento. El abuelo no quiere que haga esto. Argumenta razones que la niña no entiende. Que se va a ensuciar la ropa. Que está haciendo un pozo y que después se puede caer. Que se puede lastimar si se golpea un dedito…
Ahora le cuelgan unos mocos a Clarita… Son unos mocos pegajosos que al querer quitárselos con su mano sucia va formando una grotesca mascarilla grisácea. Hoy no está la madre para que con palabras de amor y un pañuelo muy blanco y perfumado le limpie la nariz. El abuelo o no ve lo ocurrido o le ha quitado trascendencia. A él también se le asoman los mocos en una nariz que el tiempo la fue transformando en huesuda y en la que asoman tremendos pelos. Es el soporte principal de la gruesa armazón de sus lentes. Da asco.
A veces, cuando se sienta a la mesa los hijos le hacen limpiarse empleando palabras fuertes e hirientes. Jaime siente dolor por dentro. Siente un intenso dolor, mayor que el de sus huesos, pero calla. ¿Para qué hablar?. ¿Qué sentido tiene?. Ahora en el patio nadie lo ve y entonces está como a él se le antoja. A veces saca del bolsillo del saco una bola arrugada y de color indescifrable, la abre un poco y trata de limpiarse la nariz. Lo hace sólo porque le molesta, no por otra cosa. Esa nariz…
Hace ya más de un mes que Clarita no usa pañales. Ha sido todo un progreso para toda la familia. Ahora Clarita puede mover sus piernas con mucho más libertad y no siente ese escozor ni ese aroma penetrante de la orina descuidada. Su cuerpo parece más estilizado, está más alta. A veces no reacciona a tiempo y se hace. Ocurre esto muchas veces cuando como ahora está su mente ensimismada en una tarea. Entonces se forman ríos que bajan por sus piernitas chuecas y nace así un laguito que mamá se apresura a limpiar.
__ Mi amor, no pasó nada… ven conmigo al baño que vamos a asear y perfumar esa colita… ¡Mi cielo!. ¡Mi amor!. Ya vas a aprender… ¡Eres tan chiquita!. ¡Mi chiquita!. ¡Mi cielo!. ¡Mi todo!.
Un montón de besos sonoros recorren entonces su carita, su pelo, sus bracitos. Es el amor. ¡Cuánto amor!
El abuelo Jaime siempre tiene olor. Tiene ese olor desagradable de la piel vieja y arrugada que cubre sus enjutas carnes. Para colmo, después de la operación que le hicieron a la próstata hace ya como cinco años sus problemas de incontinencia se han ido agravando. Al principio iba seguido al baño y se lavaba. Se lavaba y se cambiaba de calzoncillos y de pantalones va veces. Con el transcurrir de los años fue descuidando esto. Un poquito. Una manchita… Es que al final aburre eso de estar pendiente siempre de la orina, de sus pantalones, de la ropa interior. La hija mayor ahora sólo se preocupa cuando se ve obligada a compartir la mesa. Por más que se quiera resulta difícil gustar la comida con esos olores. El pobre viejo tiene muchas veces la ropa mojada y casi siempre tiene un aroma pestilente a sudor y a orina. Un olor amoniacal que va dejando el rastro por las habitaciones que transita.
__¡Qué olor Jaime!. ¡Qué olor!. ¡ Anda viejo a lavarte un poco…!. ¡Estás hecho un asco!.
__ ¡Siempre resulta lo mismo che!. ¡Estoy aburrida de decirte que te bañes y que te cambies de ropa!. ¡Después los vecinos rompe-bolas se ponen a murmurar como si una tuviese la culpa!.
Jaime calla. Mira a su hija solo un instante y luego mira el suelo. Se le escapa una lágrima y camina tambaleando y agarrándose de las paredes hacia el baño. ¡Qué más da!. ¡Qué importa!.
Con los últimos rayos del sol entra hecha un torbellino la señora Carmen. Carmen es morena, esbelta, joven y la madre de Clarita. Viene apurada porque se le hizo tarde en la peluquería. ¡Estaban tan chismosas hoy las mujeres!. ¡Es que no se puede creer lo que le pasó a Carmen, la señora del flaco engominado que tiene la ferretería de la otra cuadra.
__ ¿No te enteraste?. ¡Se le fue che!. ¡Se le fue con una rubia toda pintorrajeada y con mucha calle!. La pobre no sabe qué hacer. Él muy sinverguenza dice que la casa es de él y que ella tiene que irse. Las vecinas pusieron el grito en el cielo y le estuvieron consolando y aconsejando como corresponde.
__ ¡Brase visto!.
Clarita la siente cuando el portón de hierro de la entrada rechina al girar sobre sus goznes. Se levanta y corre presurosa de brazos abiertos.
__¡Mamita!…¡Mamita!. ¡Mami!.
La madre la toma entre sus brazos y la apreta contra ella. La cubre una vez más de besos. Le acaricia el cabello revuelto. Le dice un montón de palabras cuyo significado es amor. Pasado ese instante en que las almas se encuentran vuelve a la realidad y observa a su hija:
__¡Qué sucia que estás!. ¿Pero con qué estuviste jugando que estás tan llena de tierra!. ¡Pero mírate esa cara!. ¡Estás negritaaa!. ¡Ah!. Vamos a tener que darte un buen baño…
Pasa ahora rauda pensando en cambiar a su hija y mirar como pueda el resto de la comedia de la tarde. Entonces, casi tropieza con su padre que la mira con ternura y quiere murmurar un saludo…
__ ¡Hola m´hija…!
Hugo Torres – Felipe