Mi
nombre es Maria Oreto Martínez Sanchis, nacida en l’Alcúdia (Valencia). España.
Soy
licenciada en Lengua Española y en Lengua Catalana, aunque ejerzo como
profesora de esta última en un pueblo valenciano. Escribo desde el verano de
2010 y, desde entonces he participado en numerosas Antologías poéticas como:
Piernas cruzadas, Órbita literaria, Revista de Marcela, Antología a Violeta
Parra, etc.
He
ganado algunos premios, como el primer premio de Excelencia narrativa en REC (2011), el primer
premio de soneto en UHE (2012), primer premio de prosa en el certamen juvenil
de Castillo Mágico de poetas (2012) y el primer premio de Poesía Navideña en
Castillo Mágico de Poetas(2012), también el primer premio de cuento en el
Certamen de Reyes de Parnassus. Soy finalista del Concuros LAIA, en Estado
Unidos, EN 2013. También he ganado el primer premio de poesía en pro de la Democracia en UHE
(2013). Y otros premios más, aunque ninguno de papel, todos virtuales.
He escrito dos novelas en
catalán: Un cant a l’esperança y Misteri a Perpinyà.
COMPARTIMOS DOS HERMOSOS POEMAS Y DOS CUENTOS- OBRAS DE MARIA ORETO MARTINEZ SANCHIS
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MI HERMANA RAQUEL-MARIA ORETO MARTÍNEZ SANCHIS
A la
problemática edad de catorce años, era una niña consentida, acostumbrada, como
buena hija única, a hacer siempre mi santa voluntad . Ya no esperaba tener
hermanos aunque, de pequeña, los había deseado tanto que había llegado a soñar
que tenía una hermana. Mis padres anhelaban también tener más hijos, pero éstos
no llegaban y ya ambos, con más de cuarenta años, no esperaban que su sueño se
convirtiera en realidad.
Un día del mes de Marzo me comunicaron la
noticia: Habían pensado adoptar una niña y así convertir en realidad nuestros
deseos. Me sorprendió mucho su decisión y me molestó que no me hubieran
consultado, al fin y al cabo yo ya contaba con catorce años y no era la niña
que, años antes, anhelara tener una hermana. Me opuse tajantemente diciéndoles
que era demasiado mayor para jugar a las casitas con una niña pequeña; en todo
caso, serviría para hacer de canguro cuando ellos desearan salir, pero yo tenía
mi propia vida, mis amigos y mis estudios.
Mi
padre me contestó que, a parte de desear otra hija, les preocupaban mis
prioridades y sobre todo ese "mi" que solía añadir con vehemencia a
todo lo que se relacionaba con mi mundo. Quería sencillamente que aprendiera a
usar la palabra nuestr@. Deseaba que fuera capaz de compartir mi vida, mis
sueños, mis anhelos, mi felicidad y mi desgracia con mis padres y con mi
hermana.
Mi
madre me dijo que hacía dos años que habían decidido adoptar, pero que había
resultado un duro calvario ya que, en un principio, deseaban que la niña fuera
blanca, sana y española, cosa que había sido imposible. Al final habían
cambiado las prioridades y habían decidido que lo más importante era que fuese
blanca, española y sana. Habían acudido a un orfanato, orientados por Don Juan,
el sacerdote de la parroquia del Loreto, y habían conocido una preciosa niña de
tan sólo un año. Se habían quedado prendados de sus ojos azules, alargados y
habían decidido adoptarla, a pesar de ser un caso de Síndrome de Down leve.
Podían proporcionarle mucho amor... Mi madre me pidió que conociera a la
criatura y que opinara después.
Creí
morir cuando escuché tantas sandeces de boca de mis padres, que no sólo iban a
adoptar a una niña ahora que yo no quería, sino que encima sería subnormal...
Mis amigas y mis amigos se burlarían de mí. Ya me veía siendo el centro del
escarnio de todo el barrio. !Por nada quería una hermana, y menos aún si no era
normal! Si hubiera sido china, negra, india..., no me hubiese importado tanto,
pero ¿deficiente? !Nunca!¿Cómo exponer a mis padres mis opiniones políticamente
incorrectas? Enseguida pondrían el grito en el cielo y me dirían que ellos me
habían enseñado a aceptar a los demás tal como eran... Abominarían de mi.
Cual
fue mi sorpresa cuando mi madre se aproximó, me rodeó el cuello con sus brazos,
me besó en la mejilla y luego, recostando su cabeza sobre la mía, comenzó a
sollozar. Cuando fue capaz de hablar, me dijo que yo siempre sería su niña,
pero había otra criatura sin padres que necesitaba compartir el cariño absoluto
y sin condiciones que recibía yo. Me pidió que pensara en lo que me decía, ya
que no dudaba que, si lo meditaba, llegaría a la solución correcta.
Me
sorprendió que mi madre hubiera leído mis pensamientos... ¿O tal vez mi cara
había mostrado todo el horror que me producía la posibilidad de tener una
hermana deficiente? Cuando soñaba con tenerla, ni en la peor de las pesadillas
la ví diferente a mí... Nunca pensé en la posibilidad de que fuera anormal.
-Marisa
-me dijo mi padre-, nunca te obligaremos a aceptar la adopción. Si no deseas
que Raquel venga a esta casa, nos olvidaremos de todo; pero, por favor,
acompáñanos el domingo al orfanato y conócela. Si no te gusta, no la
adoptaremos.
Me
sentí francamente aliviada al escuchar a mi padre. Ya lo tenía todo claro: Los
acompañaría el domingo, les diría que no me gustaba la niña, que no quería
tener hermanos, y me olvidaría del mal momento que acababa de pasar.
A
veces nuestro cerebro teje unas ideas que nada tienen que ver con la realidad,
que vista a través de nuestros ojos, los únicos que la pueden ver, nos
sorprende. Eso precisamente me pasó a mí cuando vi a Raquel.
En
los días anteriores a la visita al orfanato no hablamos del tema. Parecía como
si mis padres no recordasen el asunto, como si no hubiese pasado. Llegué a
pensar si habría sido una pesadilla de la que me despertaría el domingo. Podría
haber preguntado, pero prefería esperar. Si el día de la visita mis padres no
decían nada, tendría comida familiar y cine con mis amigos por la tarde;
probablemente habrían reconsiderado la adopción e imperaba el sentido común. Si
por el contrario tenía que ir al orfanato, ya sabía qué decir.
Por fin llegó el día anhelado y temido al
mismo tiempo. Al levantarme observé que mi madre llevaba el vestido de los
domingos y que mi padre, que odiaba el traje, iba vestido de esta guisa. Empecé
a pensar que mis esperanzas de no ir al orfanato se irían pronto al traste,
como así ocurrió.
Mi
madre me pidió que me arreglara rápidamente para pasar el máximo tiempo posible
con Raquel. Yo la obedecí, pero me movía como si estuviera realizando una
huelga en el trabajo, con lentitud. Finalmente, en el Mercedes de mi padre,
salimos en dirección al orfanato.
Mis
padres son médicos, por ello no me extrañó que no les importara adoptar a una
niña enferma, estaban acostumbrados a vivir con los problemas ajenos. Aunque
reconocía que eran buenas personas, yo me sentía incapaz de ser como ellos. Más
o menos eso pensaba yo cuando, acomodada en el coche de mi padre y sumida en
profundas reflexiones, me dirigía a conocer a Raquel.
El
orfanato era un hermoso edificio de estilo modernista, con grandes habitaciones
cuyas ventanas estaban rodeadas de bellos miradores. Al entrar por el portón,
fuimos recibidos por una monja muy amable que nos invitó a subir a una
habitación del primer piso en la que se encontraba Raquel.
Me
sentía nerviosa, asustada, y, por un momento, temí encontrarme con la criatura
que, a pesar de su minusvalía, había robado el corazón de mis padres. Tal vez
fuese un presentimiento, tal vez dentro de mí latía un corazón mejor de lo que
mis padres y yo misma pensaba. No sé....
Entré
en la habitación detrás de mis padres, que se dirigieron a saludar a una monja
que, sentada en el suelo, jugaba con una bolita de carne rubia y de ojos
azules. Me quedé mirándola, reía y mostraba, con descaro, dos dientes en la
boca abierta. Muy a mi pesar, sonreí.
La
pequeña se acercó tambaleando hacia mi madre con los bracitos abiertos. Ma-ma,
ma-ma, repetía. Mi madre la cogió en brazos, la besó y me atrajo hacia ellas.
Como en una presentación sin protocolos, mamá exclamó: "Raquel, ésta es mi
hija Marisa de la que tanto te he hablado, tu hermana mayor":
Me
quedé con la boca abierta al escuchar las palabras de mamá, pero aún me
sorprendió más la actitud de Raquel, que alargó sus bracitos, como si lo
tuviera ensayado, rodeó mi cuello e intentó que yo la cogiera en brazos. Se
cruzaron nuestras miradas por primera vez. En ese momento supe que aquella niña
no era minusválida, que siempre tendría más coraje que yo, que nunca se
rendiría, tal vez porque la necesidad le había otorgado la fortaleza de la que
yo, como niña mimada, carecía. Supe que no podría abandonarla y seguir mi vida,
sin recordarla a cada minuto. Supe que sería mi hermana, que la cuidaría, la
enseñaría a vestirse, a lavarse los dientes, jugaría con ella y que no
importaba que tuviera Síndrome de Down.
La
cogí en brazos y ella me tiró del cabello riendo. Cuando me despeinó, escuché
que decía: "So Aqué". Esas fueron las primeras palabras que le oí
pronunciar.
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He
contado tantas veces la historia de la tía Raquel a mis hijos que creo que la
saben ya mejor que yo.
No
fue fácil el camino, tuve que luchar por mi hermana para que fuese respetada y,
mientras pensaba en ella y no en mí, mientras planeaba nuestras victorias,
aumentaron mi fortaleza y la suya.
Hoy
en día soy madre, hermana y esposa. Raquel me enseñó a ser mejor persona y, por
amor a ella, estudié Medicina y soy neuróloga.
Raquel
es y siempre será valiente. Hoy en día es maestra en un colegio especializado
en niños con Síndrome de Down. No sólo les enseña matemáticas y ciencias sino
que también les infunde valor para enfrentarse a la vida. La heroína de mis
hijos es su tía Raquel, una mujer real que luchará siempre por un mundo más
justo.
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CARTA DE UNA MADRE A UN HIJO DADO EN ADOPCIÓN
Amado hijo, cuando te sentí latir en mis
entrañas la noche cerrada, sin un atisbo de luna, asaltó mi mente indecisa.
Nunca pensé experimentar el milagro de la maternidad, y venías en mal momento,
cariño. Mi espíritu, perdido entre los montes del deseo y del rechazo, no supo
discernir entre sus anhelos y sus prioridades.
Pensé que, por el bien de ambos, debía fundirte en sangre y olvidar que un día
tu corazón latía con fiereza dentro de mí. Olvidar que eras el fruto prohibido
que había nacido en un campo fértil sembrado; pero a pesar de la simiente, hijo
mío, no eras fruto deseado.
Pensé en destruirte, pero la amargura en forma de lágrimas que experimentaba mi
corazón silente me lo impidió. El llanto barrió todo sentimiento de miedo que
pudiese albergar mi ánima adaptada a los prejuicios sociales y decidí que sería
madre, aunque nunca satisficiera tus necesidades materiales, aunque fuesen
otros los que cuidasen de ti y te prodigasen su amor. A pesar de ello, hijo
mío, yo sería tu madre.
Nueve meses de esperanzas que se truncarían en el momento en que te pariera.
Gocé notándote crecer en mis entrañas. Disfruté de tus movimientos, de tus
patadas. Esos recuerdos serían la única herencia que tendría de ti, pero ya te
habría disfrutado. Otros ejercerían de padres, te educarían y su calidez
borraría los momentos vividos conmigo, con tu madre. Pero yo siempre sabría que
un día fui madre.
El día en el que mis brazos te mantuvieron cerca del corazón durante unos
minutos, después de un parto de veinte horas, supe que no podía renunciar a ti,
pero la necesidad inexorable atenazaba mis movimientos. Y tuve que pronunciar la
palabra “sí” negándome a mí misma la dicha de ser tu madre.
Te perdí, hijo mío. Vagué como alma penitente presa de la melancolía más
aciaga, incapaz de borrar tu cara, tu boca, que se redondeaba pidiendo
alimento, y tu olor, ese aroma a recién nacido que despiden todos los bebés y
que tanto me recordaba a ti.
Supongo, amor mío, que te preguntarás por qué no conseguí el coraje para
conservarte. Te preguntarás cómo te dejé partir sin enfrentarme al mundo, sin
luchar por ti con el valor que una madre ha de tener. Vida mía, la juventud, la
soledad y la falta de recursos son malas consejeras. Nadie podía acudir en mi
auxilio porque era una huérfana joven en un mundo hostil y plagado de
prejuicios. Sólo podía entregar mi corazón a una familia que lo cuidara. Y cedí
tu amor, tus caricias, tus primeras palabras, tu amor…, a tu familia.
Ahora que mi vida ha llegado a su fin y que tengo que presentarme sin equipaje
ante el Creador, te escribo estas líneas para que sepas que, aunque lejos,
siempre estuviste en mi mente. Por ello te lego todo lo que atesoré a lo largo
de mi vida, todo, excepto mis fracasos.
Maria Oreto Martínez Sanchis
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Altiva, bella y sonriente
pasea por el parque la aurora.
Color dorado esparce
sobre las hojas verdes,
el suelo cubierto por su bata
de cola.
Amanecer enhiesto y soberano
que cubre mi vida
de alegría.
Amor matutino satisfecho,
aleteo de mariposas
en las sombras.
Maria Oreto Martínez Sanchis
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EL LLANTO DE
DIOS
La muerte conquista el mundo, el
hambre es fiel compañera.
Los niños recién nacidos pasean con su
mortaja.
Sufren terribles miserias antes de
entrar al sepulcro
que es una fosa común sin nombre escrito
ni lápida.
Llorando a coro, perdida, se halla la
naturaleza,
atacada por los hombres, inerme, sin
protección.
Ya no cantan arroyuelos sus cantatas
al Señor,
solo corren lagrimitas que se secan
con el sol.
¿Por qué permite el buen Dios tanto
dolor en la Tierra ?
¿Por qué permite que muera la más
sagrada inocencia?
¿Por qué, si tiene poder? ¿Por qué, si
existe y gobierna?
¿Por qué no lloran sus ojos secos de
vida y paciencia?
El llanto del Creador es el hijo
recogido,
fruto del libre albedrío que respeta
nuestro Dios.
La muerte del inocente es producto de
la infamia
de aquél que intenta lucrarse con la
venta de las armas.
Gigantes de copa muda fenecen sin
esperanza.
No es transacción baladí el comercio
de la tala,
sino que enriquece y mata. La
existencia en esta tierra
depende de la razón con una dosis de amor.
Recibimos lo que damos pues lo
quisimos así,
en el Santo Paraíso arrancamos
libertad.
Las lágrimas del Señor mojan de lluvia
la tierra
y su dolorida voz atormenta las
conciencias.
Maria Oreto Martínez Sanchis
¡BIENVENIDA!