La cama se inundó de tristeza
derramada entre el pliegue del hilo,
con denso discurrir, sin prisa alguna,
alimentando el placer de su presencia,
como lengua ahíta de sabores
que hostiga al paladar con lentitud.
Al abrir la víscera,
en la soledad que otorga
el abismo de silencio
alojado en la garganta,
su humedad ya estaba entre las sábanas,
alimentándose de mí con su tintura
y engullendo la paz chantajeada.