MENUDAS MEMORIAS DE UNA INSIGNIFICANTE AVENTURERA
Ana María (García) Alvarado
Memoria 1
La vida se desenvuelve, como
dicen algunos, quieta y pausadamente. Pamplinas y mentiras a borbotones. La
vida se desenvuelve entre penumbras, tormentos, afanes, alegrías, deleite, gozo,
dicha y un montón de boberías más. Creo que sería una mejor descripción de
nuestro andar en este mundo. Eso de las definiciones a cada quien le cae como
se le da en gana.
Al rayar el alba en el horizonte
Suaves amores se dejan sentir
Y el alma se enfrasca en su ir y venir;
Y el recuerdo, cual si fuera un sinsonte
Vuela intrépido hasta llegar al monte.
Y una vez que la memoria afronte
Esos días en que cálido beso
La detiene en el dulce embeleso
Y la nebulosa mente la atonte,
Comienza con la lógica el desmonte.
Pero como aquí vamos a
desmontar sin que la lógica nos interrumpa y quien lo acepte bien y el que no,
que no se detenga en aburrirse con las memorias de alguien que nunca se aburre
en la vida
Todo comenzó hace muchos años,
quién sabe cuántos, porque las memorias suelen llegar cuando ya el cerebro
apagó el candil y lo olvidó todo. Pero, digamos que unas hilachas medio
carcomidas por el tiempo mantienen un hálito entre rezongos y deseos de aquello
que fue y en su día dio lata e hizo reír.
Las memorias de alguien que
nació en la primera mitad del siglo pasado, huelen a humedad y traen a la nariz
recuerdos fétidos de alguna cagada que se dio en el camino de la vida. Pero, al
fin y al cabo son memorias y todo el mundo tiene la libertad de expresarlas si
le da su real gana. Así, antes de que salgan mordazas en el trayecto de lo
acometido, se lanza una serie de disparates que quizá entretenga los ratos
lúgubres de un inodoro sin letra
impresa. Defecar a pulmón sin una lecturita debe ser algo grotesco, bizantino.
Nunca lo he experimentado por lo tanto, mutis al asunto.
Sé que nací porque me lo
dijeron y no creo que quienes dijeron ser mis padres fueran dados al engaño.
También sé que todo sucedió dentro de una familia afable, de buenos modales, divertida,
poética, versada en profundos pensamientos y con un hábito bien sembrado del
comentario, la burla, el cariño y el buen vivir. Nada más agradable que llegar
al mundo en semejante covacha.
Mi padre era el típico bohemio
que vio la vida siempre con una sonrisa en los labios y jamás vi preocupación
en él. De otra manera, supo vivir y le fue bien. Un gran proveedor para su
familia, no sé cómo lo hizo porque se entretenía más en el verbo elocuente que
lo caracterizaba que a pegarle al afán por la supervivencia, pero nos fue de
maravillas y disfrutamos la vida en grande. Mi padre fue un tipo genial, típico
hombre de su casa y algo de la de afuera, digamos, era conocido, respetado y
amado por todos. No habría querido tener uno mejor porque quien sabe si a lo
mejor me hubiera ido bastante mal.
Mi madre era un modelo de mujer
de su hogar; solícita con todos, de carácter afable y con una capacidad para
administrar y llevar su casa como pocas he visto en mi vida aventurera y de ave
errante. Fue una esposa ejemplar, una madre singular, una amiga sincera y si
continúo acabo con todos los adjetivos que engalanan por lo alto nuestra
hermosísima lengua castellana. Pero, en realidad, no miento, así era ella. ¿Qué
vio en mi padre? No lo sé ni lo sabré nunca, además poco me importa.
Mi padre era un buen mozo que
comparaban con Robert Taylor, un guapísimo galán de Hollywood por los años en
que la mayoría de los seres vivientes actuales aun no había hecho su incursión
en el planeta Tierra. Se vestía con un esmero exquisito. Vamos, lucía muy bien
el tipo. Cualquiera pensaría que era un Potosí, y de veras lo era en muchos
aspectos de su vida. O, así lo vi yo desde que abrí los ojos al mundo.
Mi madre era entradita en carne
con las manos más bellas y más tiernas que, según mi propio padre, existían en
el mundo. Su rostro era el de una diosa sin ser preciosa, aunque sí bonitilla.
Su nobleza gallega se transparentaba en su rostro aun cuando su recién estrenada
suegra le trajera lágrimas a borbotones. Pero, ante un cariño genuino, se
derritió el celo y las palabras ásperas se tornaron en halagos que dieron como
resultado una amistad muy estrecha y muy deseable que duró durante toda la vida
de ambas. La cuñadita, eso lo dejaremos para otro momento ya cuando los huesos
de quien escribe queden hecho cenizas por la incineración.
Crecí muy felizmente aunque me
quedé petaquita, prietecita y feíta, pero ninguna de esas características duelen
y nunca me han dolido. He sabido defenderme muy bien de los ataques
malintencionados a causa de mi falta de belleza física. Pero, les confieso, los
años me han arreglado algo. Sin embargo, he visto a algunas, ay, mamá. Eran
hermosos ejemplares de criollas con dientes de marfil, rostros de porcelana,
curvas despampanantes que al pasar el tiempo, que el maldito no se detiene, zumba,
canalla rumbero. Aquellos cuerpos esculturales, hoy comidos por los gusanos, no
tuvieron que esperar al cementerio para convertirse en esperpentos que daban
grima a quien los viera. Pobrecitas equivocadas de la vida, y lo malo del caso
es que todavía hay quienes se las dan de piel como muñequitas de biscuit sin
saber que cuando la piel llega a pellejo, jamás volverá a piel. Pero, a esas
hay que dejarlas que a cada muerto le llega su misa.
Muy inteligente, eso sí,
siempre lo fui. Me comía los libros, los tragaba enteros y después era la
pedante chiquilla que al no poder exhibir belleza física sacaba un poco el seso
a la luz solar y se achicharraba. Creo que no he perdido la costumbre porque
aunque he cambiado algo, ya la piel macilenta con que nací se volvió pellejo y
ahora tengo colgajos por todos lados. Les aseguro que con estas cualificaciones,
si me ven en la calle me reconocerán de inmediato. ¿Quién como yo en este globo
terráqueo? La unicidad nos distingue.
A mi vida y a mi hogar llegó
una preciosa niña que siempre me dijeron que era mi hermana y así lo he creído.
No me gusta dudar cuando alguien se empeña en decir verdades que no hay que
decirlas, pero bueno, así se tambalea el mundo. Es una manera de divertirse la
gente y reírse a costa de los demás.
Mi hermana siempre fue
vivaracha, risueña, coqueta, o por lo menos, así la recuerdo yo. No le gustaban
los libros mucho aunque sacaba buenas notas excepto en conducta, pero como ella
decía, esa asignatura no se daba en el colegio al que asistíamos en aquellos
años. La moda, bueno una asignatura que tampoco se daba en el colegio, pero la
aprendió muy pronto y es que todo le quedaba a pedir de boca. En cambio a mí,
todo era un guindajo, todo sobraba o faltaba, todavía no he logrado establecer la
diferencia entre lo uno y lo otro, total el resultado era fatídico, siempre el
mismo. Me acostumbré a los comentarios de las señoras “inteligentes y de mucha
bondad” de mi pueblo, “Qué preciosa niña”, seguido de, “y ésta, que
graciosita”. Nunca me afectaron ni jamás me afectarán. Siempre vi en mi hermana
lo que yo no pude tener y al menos alguien en la familia lo llevaba y eso era
suficiente. En aquellos años eso de complejos no existía. El devenir de días,
semanas, meses y años ha complicado mucho las cosas. Comenzaron los siquiatras,
sin p porque ya la Real Academia
permite muchas cosas que antes eran pecados, empezaron una campaña que les llenó
los bolsillos y total muchos quedaron, los pobres pacientes, tarados,
acomplejados por x ó por z sin que nadie pudiera quitarles el
mal emocional o el desequilibrio mental que padecían. Y, todo porque unos eran
feos y otros bonitos, mal que ha existido desde el día de Adán y Eva. Yo,
lectora y filomática empedernida, nunca le tuve miedo a la fealdad porque
Platón llegó a la conclusión de que lo feo no existía, solamente lo que era
bonito y lo que no lo era. Me gustó la máxima del heleno ateniense y más pronto
que poco a poco me la apliqué. Aquí paz
y en el cielo, gloria.
Jugaba con las mismas amiguitas
que compartíamos mi hermana y yo, usábamos el mismo tipo de ropa, compartíamos
los mismos padres y demás parentela, o, qué barbaridad, si teníamos parentela;
vivíamos en la misma casa, compartíamos los mismos juguetes, mi hermana con más
gracia y salero, y yo, bueno, con mis libros la pasaba muy bien. Nunca tuve
necesidad que mis padres y tíos y también los abuelos, no suplieran. Cuando se
iba de vacaciones, me llevaban a mí también y nunca sintieron mi fealdad como
un obstáculo. De modo que siempre me fue muy bien y siempre me enorgullece
decir que viví en el hogar más feliz, con la niñez más estable que ser humano
jamás haya tenido. Me encanta decirlo y a quien no le vaya, que no se ponga el
sayo. Cada quien a lo suyo.
Estudié hasta que casi pierdo
las pestañas que si las hubiera perdido, no lo habría notado porque nací con
ellas tan cortas que nunca supe que las tenía hasta que crecí y me dejaron
pintarme los labios con natural de Tangee, el pintalabios de las jovencitas de
mi época y más tarde, cuando me liberé, comencé a usar pinta cejas. Me costó
trabajo encontrarlas, pero cuando sucedió no las he vuelto a perder. Resulta
que ahora, a mis años que de mozos se pasan un gran trecho, las tengo largas y
sedosas; el maquillaje es peligroso.
Mis estudios me dieron mucha
satisfacción, me llenaron muchas horas que de otra manera habrían sido de
apatía. Como eso de la depresión surgió mucho más tarde, tampoco me afectó.
Cultivar el intelecto era mi delicia. Así hablaba y por eso algunos no querían
ser mis amigos hasta el día en que comenzaban a fallar en los exámenes, pero
bueno, es típico de la raza humana y hay que aprender a vivir con esa cuestión.
Aprender de memoria cuanta
literatura pudiera, como si el disfrute de la literatura consistiera en
memorizarla, me llenaba. Sin embargo, lo que requería memoria, que eran las
matemáticas, eso nunca me interesó. Si alguien hubiera dicho que padecía de
dislexia numérica, me habrían internado en un manicomio. Eso me lo descubrí yo
misma ya hecha toda una señora. De haberse dicho habría resultado en una mala
palabra que en aquellos tiempos no se admitía. Hoy por el contrario, quien no
las diga es porque le patina el coco.
La vida sigue su agitado curso
y no hay quien la detenga según la filosofía barata de muchos filósofos de
pacotilla. Y, ni meterse a discutir con ellos. Se encaraman en su propia
acrópolis y de ahí no hay quien los baje. Conozco a una señora, la pobrecita,
que de saber tanto, no sabe nada. Pero la muy engreída continúa su perorata,
quieran oírla o no. Hay que sacarle el cuerpo porque si se encuentra en la
calle, no se llega adonde se iba. Y, “de esos Marcos Pérez, hay muchos por ahí”.
Cuidado si hay algún Marcos Pérez, es pura coincidencia con la paremia que uso
y así lo aprendí y por lo tanto, así lo repito. Eso de repetir tiene maña y el
cuidado que hay que tener con la costumbre es de ampanga, [con h o sin ella, como es una palabra
solamente conocida en mi bello país, pues adelante] pero, es mala costumbre que
hay que erradicarla, ni que se le ocurra a nadie repetir mis locuras, están ©.
Mi plácida vida de niña se dio
entre el campo y la ciudad donde vivíamos. Bueno, en realidad era pueblo, pero
como el papel aguanta todo lo que se le ponga, ¿por qué no adelantar el
“status” de mi encantador lugar de nacimiento? En el campo la pasaba muy rete
bien con mis abuelos a campo traviesa en un caballo que me llevaba a garete
pelado. Tenía primos a montones que entretenían mis días campestres a tutiplén.
Nada, que la pasaba de chupete como dicen en la madre patria y… ¡tremenda madre
que nos salió! Un primo mayor me ahorcó mi muñeca y desde entonces le tengo
pavor a las muñecas. Jamás volví a jugar con ninguna y como aventurera que fui
desde que llegué otra vez al entorno que llaman recinto de los humanos, pues me
interesé más en otras cosas que no en muñecas inanimadas que solamente
mencionarlas me llena los brazos de pelos de punta. Ah, pobres niñas a quienes
obligaron por tantos años a jugar con esas estupideces. Me encerré en mis
libros y con ellos me ha ido muy bien.
Esas jornadas a pleno campo me
llenaban mis pequeños pulmones de aire fresco y como en aquellos tiempos no se
conocía la contaminación o polución como les gusta más a los que aman los
extranjerismos, pues no se contaminaba mi diminuta figura. Siempre andaba en
alguna triquiñuela que total comparada con las que se hacen hoy, solo me
faltaba el aro de angelito aunque distaba mucho de ese estado de “buena niña”.
Es que siempre he sabido hacer las cosas para que no se sepa de donde vienen. Es
un arte con el que se nace. Nadie intente apoderarse de esto porque le va a ir
muy mal.
Mis baños en el río eran
fabulosos. Íbamos al rio de Rafaela, llamado así porque un río pasaba por su
propiedad y nadie se ocupó de darle nombre. Los guajiros de la zona lo
bautizaron en sus propias aguas y así quedó para la posteridad. Era un
fanguisal, pero no hedía y nos divertíamos bastante. Luego, ya mayorcita,
digamos tres, cuatro años, iba a la poza del Jobo y ya era más profunda y el
agua un poco más agua, no sé como explicar, pero quien esto lea, si alguien se
atreve, sabrá de qué estoy hablando.
Ah, esas noches agarrando luciérnagas
o cocuyos, como le llamábamos a los más grandecitos, eran un romance infantil
extraordinario. Eran nuestras linternas porque en aquella zona y en aquellos
tiempos la electricidad se reservaba para los pueblos. Por eso, cuando caía la
noche ya comenzaban los bostezos y se ponía el tibor, bacinica, o como le
llamen al meadero portátil que reposaba cada noche debajo de las camas y a
media noche se oían unos chorros que parecía que estaba lloviendo. Por la
mañana se agarraba una tusa de maíz, lo que queda del choclo cuando se comen
los granos, y con un poco de ceniza a limpiar aquel utensilio que era tan útil.
¿Por qué la ceniza? Nunca lo he sabido porque hay cosas de nuestra niñez que
queremos ocultar para que los demás piensen que nacimos con inodoros de
porcelana. El primero que llegó a mi pueblo lo instalaron en una sociedad muy exclusiva para hombres
que se llamaba Liceo. Mi padre pasaba sus buenas tardes en los sillones en el
inmenso portal que tenía al frente. Tuve un tío abuelo, cuyo nombre me voy a
reservar para evitar que algún descendiente se ofenda y se arme la gorda,
cuando solamente pretendo la flaca, era socio honorario de esa noble
institución. Cuando le dijeron que fuera a ver la nueva instalación en el
edificio y le explicaron cómo funcionaba el artefacto, le pidieron que tuviera
el honor de usarlo y ni lerdo ni perezoso se prestó a la faena de expulsar, sin
flebotomía, uno de los líquidos en desecho del cuerpo humano. Aquellos muebles
de porcelana se limpiaban no con la famosa tusita de maíz, si no que tenían un
tanque sostenido por un tubo y al lado tenía una cadena que se halaba y evacuaba
con la fuerza del agua en el tanque bien arriba, lo que se había depositado en
la taza. Fue tal el estruendo que mi ilustre ascendiente se dio a la fuga y no
paró hasta el parque que quedaba enfrente porque pensaba que había acabado con
la recién estrenada cañería, tubo o lo que fuera por donde corría el agua. Se
parapetó bajo un frondoso laurel con la ilusión de que nadie lo viera y
esperaba que la cascada que había provocado saliera por la vetusta y elegante
puerta de entrada de la ilustrísima asociación de hacendados del pueblo, lo
cual nunca resultó. Mi tío, bastante acaudalado, mandó a instalar uno en su
casa, pero eran tantos seres humanos a defecar y era la época del papel de
periódicos cortado en pequeños pedacitos que se colgaban de un clavo en la
pared, que las tupiciones eran más de lo que la paciencia del pobre campesino
con dinero permitía. Había que volver al tibor y todos a dar del cuerpo en la
bacinica, mucho más práctica y menos envolvente en reparaciones. La gente de la
capital la tenía de porcelana con grabados y hasta con los nombres de sus
usuarios. En los pueblos del interior era peltre y va que chifla, cero protesta
porque con los desperdicios del cuerpo nadie se puede quedar con ellos dentro.
Las toxinas no se erradicaban si no con los famosos bacilos búlgaros y había
que esperar ir al centro a la botica de Rafael o a la de los chinos para
conseguirlos. Toda una historia defecante que ha pasado al olvido inmerecido,
pero así somos los humanos.
Cosas de pueblos del interior
por no decir de campo para no sacar a relucir trapos sucios de nadie. Se vive
con mucho trabajo porque las ofensas se toman muy a pecho. No deberíamos de
vivir así.
¡Nunca dejaré de soñar!
Memoria 2
Cuando iba a mis vacaciones
campestres siempre tenía tíos abuelos que se disputaban a la hija del sobrino
querido y andaba yo como un trompo dando vueltas constantemente. El cariño que
me brindaban era tal que cuando la memoria busca y encuentra esos años, todo mi
ser da saltos de alegría y a veces los brincos son tan altos que temo en alguno
de ellos romperme la crisma.
Yo tenía un tío abuelo que se
gozaba mucho con las travesuras mías. A él le decían Conce y yo le llamaba
Concepe. Él me llamaba a mí Chindonga. Ese era mi nombre durante aquellos
veranos que han dejado en mi alma una profunda sensación al sabor del rocío de
la mañana y a la brisa de unas palmas que se me antojaban gigantes. El olor al
cariño es como el de la flor Mariposa que engalanaba las tardes con su perfume
exquisito. No entiendo como a ningún perfumista no se le ocurrió envasar
semejante creación de Dios. Hoy se venden afamadas lociones y aromas que no
pueden compararse con esa fragancia y la gente la compra, entre esa gente me
cuento yo. Lo que pasa es que en mi cerebro se registró el perfume de la
Mariposa y lo huelo con mi alma.
Durante los amaneceres
tropicales con frío, mi tío abuelo hacía que me levantasen y me pusieran en la
mano un jarrito, recipiente hecho de lata con un asa para tomar cualquier
bebida, con café recién colado. A mí me daban de la tercera colada porque los
niños no podían tomar el fuerte que decían que levantaba a cualquier muerto. Lo
que yo tomaba los campesinos llamaban “agua de jeringa”, menudo nombrecito.
Parece que cuando alguien se taponeaba le metían con una jeringa vaya a saber
qué cosa por el recto y lo que salía era de color de miel igual que la colada
de tercera instancia, pero valga la comparación porque define muy bien aquel
menjunje.
Con mi manita temblorosa yo lo
llevaba bien asido y caminaba un largo tramo durante el cual Concepe me sostenía
por la otra manita. Se iba camino al potrero donde se procedía al ordeño de las
vacas. El primer chorro que salía de la ubre caliente llegaba a mi jarrito con
el agua de jeringa y la espuma casi se desbordaba. Quizá sea la memoria más
nítida que me haya quedado recogida en algún receptáculo de mi inquieto
cerebro. El ingerir aquella bebida era como elevarse en éxtasis hacia regiones
espectaculares y nunca antes conocidas. Todo se tornaba más verde, más fresco,
más reluciente porque los rayos de ese sol candente atravesaban el tuétano de
los huesos. Yo quedaba medio floja de tal manera que bien hubiera podido ser un
títere inanimado que se movía por resortes que alguien manipulaba. Era dejarse
estar en la nada como flotando en un mundo incoherente, pero lleno de ensueños
y en constante primavera. Claro, la Mariposa nunca faltaba en ese jardín
fantástico que al tragar el mezclado se producía. Sí, mi vida se movía en
ruedas serenas que me transportaban a un Edén que me creaba y disfrutaba. Esa
niñez plácida sin preocupaciones ni interrupciones se prolongó por 9 años que
en aquellos momentos me parecieron una eternidad, pero que a tantos años vista,
se escurrieron como piedrecitas lisas que se lleva la corriente de un río.
Cuando yo nací, otra historia
que me hicieron, mi tío abuelo Ubaldo, dedicó una vaca lechera de su finca para
mí. Yo no iba a tomar leche que no fuera única y exclusivamente dedicada a mí.
Recuerdo ya de mayorcita ver al campesino que mi tío mandaba al pueblo todas
las mañanas montado en su caballo y con dos cantimploras de leche a cada lado.
Ahí venía el precioso líquido que me mantenía la vida. Lo que más anhelaba era
que mi madre, esa señora bondadosa que siempre fue un placer tenerla al lado,
me diera los grumos de grasa que quedaban en el colador cuando se vaciaba una
cantimplora en el recipiente que mi buena madre facilitaba. No hay dulce ni
caramelo que pueda complacerme tanto como aquellos pedacitos de mantequilla aun
sin formarse. Me malcriaron y me dejé malcriar. Nada más agradable de saberse
amada y tomar partida de ello. Me amaban mucho y muchos. Vivir rodeada de
cariño es algo que se extraña cuando no se tiene. Los niños nunca debían de
crecer para así no probar el acíbar de la vida, pero la ley física y biológica
así lo dicta y no queda otro remedio que crecer, volverse grande en edad porque
para mí nunca sucedió en tamaño.
En mis horas de infancia fui
feliz y me ha quedado mucho dentro. De ahí extraigo, tanto como necesite,
momentos de felicidad y vuelvo a vivir en ese ensueño en que se desenvolvió mi
placentera niñez. Es el banco que nunca se agota por más que extraiga y nunca
ya pueda ingresar nada. El ser adulto es una calamidad, pero es otra etapa por
la que debemos pasar y tratar de proveer esas quimeras que fueron mis sueños de
niña.
Nueve años de tranquilidad, de
paz, de quietud, de dulce embeleso que pronto llegaron a su fin. Entre esos
años hubo muchos viajes a la capital donde tenía unos abuelos tremendos que me
daban hasta saciarme. Cuántas ilusiones supieron crearme y cuanto cariño me
dieron. En verdad que era gente muy especial. Esas giras con mi abuelo a la
orilla del mar para dejar que las olas mojaran y acariciaran nuestros piecitos
minúsculos, eran ensueños que taladran bienaventuranzas en el débil corazón de
una niña que comenzaba a levantar alas, pero todavía no podía volar.
Al cruzar un parque pequeño con
una estatua ecuestre estaban los “caballitos” o la rueda que se movía como un
tiovivo y nosotras en unos de esos caballitos que nos hacían reír.
En Colorado con mis nietas
Esos sí eran tiempos para soñar
y reír. ¿Adónde se fueron los años? Pero, no importa que se hayan ido, lo que
importa es que han quedado empotrados en ese pedacito de masa gris que anida
las aventuras vividas y que nadie las podrá arrebatar de ahí. ¿Qué será de los
recuerdos cuando llega la pelona con su guadaña implacable?
Mis primeros patines los
estrené en el parque de mi pueblo natal. Tenía un tío tan maravilloso y tan
dadivoso que nos malcrió mucho más que nuestros abuelos. Él se encargó de ser,
para mi hermana y para mí, todo en nuestras vidas incipientes. Era el comprador
de un almacén de miles de cosas. Iba a la capital a comprar toda suerte de
novedades que llegaban a la isla y que mi pueblo, que nunca se quedaba atrás,
las exhibía y vendía en cuanto casi tocaban puerto. Así éramos las modelos o
las precursoras de nuevas invenciones tanto en forma de juguetes como en forma
de ropa distinta y muy atractiva. Esos primeros patines eran con ruedas de
municiones, no eran cualquier latita endeble que se doblaba con facilidad.
Además, traían una almohadilla para que la correa no molestara la sensible piel
donde se amarraban. Toda una invención norteamericana que resultó ser una gran
atracción. Todas las mamás con cierto poder adquisitivo pasaban por mi casa
para preguntar dónde podían conseguir esas novedades para sus hijas. Sin querer
y sin saberlo nos hicimos famosas en el área que ocupaba mi pueblo en el mapa.
En cuanto a ropa aquello era de
ver. Bueno, faldas escocesas, mocasines con centavitos “prietos” con la efigie
de Lincoln grabada. Los centavitos se metían en la curiosa ranura a manera de
adorno en la parte donde el zapato toca el empeine. La cuestión era que siempre
éramos las niñas a quienes todas las madres querían imitar. Se sentía una bien
con ese alimento al ego que desconocíamos entonces. Ay, si fuera ahora, caminaríamos
como pavos reales. Pero, Dios sabe cuándo dar para que no se atonte el seso que
ya viene medio atontado de por sí. Además, mi madre siempre nos tenía pisando
suelo firme. En las musarañas pensábamos a solas, pero nunca en compañía. Mi
preciosa madrecita, diosa de mi vida y de mi hogar, tolerante y cariñosa a no
dar más, no nos habría permitido eso de orgullito mal encabado. Orgullo propio
sí; ese nos lo enseñó muy bien. Por eso el ser independiente es para mí una
necesidad de vida. Me han dado algunos coscorreonazos, pero y qué, lo que se
siembra en la niñez no muere en la adultez, creo que se hace más evidente con
el pasar de los años. Me ha sustentado, me ha valido de mucho y nunca nadie me
ha tomado por tontita. A veces me hago, pero porque quiero no porque otros me
hagan el cerco. Ah, esa madrecita preciosa, cuántos habrían querido tenerla.
Pero, para que quede constancia, me la quedo y no la comparto.
Aquellas travesuras escolares,
aquellas caminatitas hasta el colegio, aquellas maldades, ¿cómo olvidarlas?
Sería pecado y una renuncia a un pasado glorioso que engalanó un tiempo que
jamás podrá duplicarse.
Salíamos de nuestra casa y
subíamos a un portal muy alto de una fábrica, creo que era una tabaquería, que
seguía hasta la esquina y la doblaba, camino a nuestro colegio. En esa esquina
nos encontrábamos con unas amiguitas que venían en dirección opuesta y
seguíamos camino al colegio juntas conversando cosas muy profundas que hoy no
se le ocurre a ninguna niña. Pues, ¿cómo va a ser? Provocaría una burla y una
risa pasmosa, seguida de una vergüenza que pesaba más que las dos cuartas que
levantábamos del suelo. Pero, a nosotras nos fue muy bien.
En el colegio nuestra propia historia,
esa que se crea al ir viviendo, completaba la vida de aquellos tiempos. Mucha
tarea, estudio constante, prepararse para fiestas de fin de curso, de Navidad,
de cuanto pudiera celebrarse. Aprenderse de memoria unos papelones largos e
inacabables, los ensayos, los bailes culturales, las poesías, arte en
decadencia con olor a viejo, todo era una algarabía que traía una alegría
desbordante.
Aquellos recreos donde se
jugaba a todo lo prudente y altruista. Las ruedas de pan y canela, la pájara Pinta.
Naranja dulce, limón partido y cuántas cosas más. Los varones en su mundo y las
niñas en el suyo. Las labores que hacíamos y que a mí, particularmente, me
daban un placer inmenso, eran esmeradas y muy cuidadas. Siempre fui hacendosa y
me gustaba trabajar con mis manos. Hasta el día de hoy me encanta crear y me paso horas inventando algo nuevo,
creando, pintando, cosiendo, tejiendo y todo lo aprendí de muy niña. No en
balde dice el sabio Salomón, Instruye al
niño en su carrera que aun cuando fuere viejo no se apartará de ella. Sabía
mucho el hijo del rey David.
Cuando iba a mis aventuras
misioneras a visitar a mi abuela y a mi tía, era otra etapa de esa niñez que se
esfumó demasiado pronto, pero dejó huellas que nada las podrá destruir, me
divertía a todo tren. Allí aprendí a tejer a crochet o ganchillo con una
señora, un alma sublime como nunca más he encontrado otra. Yo sentada a los
pies de su silla de ruedas [de aquellas que no tenían brazos y eran de rejilla]
porque era parapléjica y hacía que le guiara el hilo entre los dedos y luego
hiciera la cadeneta. Fue una experiencia más allá de la realidad y me hacía
sentir como la persona más importante del mundo. Yo era una gigante aprendiendo
de Ñica, que así le decían. Ella es hoy una de las famosas que anida mi galería
de héroes en mi corazón.
Bañarnos en un río cercano,
sentirnos queridas, buscadas y complacidas era algo espectacular para nosotras.
Íbamos con Clara y Violeta, dos jóvenes que para nosotras eran unas mujeres
maduras, pero en realidad, ahora me doy cuenta que no habían ni siquiera
terminado sus estudios de magisterio. Nos daban mucho gusto y nosotras nos
aprovechábamos de esos ratos con ellas.
Al pasar la calle de donde
vivían mi tía y mi abuela y que se convertía en templo para los servicios de
miércoles y domingos, vivía Felipa Acuña, una vieja que para mí era
antediluviana, que he cotejado con los años porque en aquel entonces apenas
sabía que hubo un diluvio en la tierra porque Dios se enojó mucho con la gente
y el pobre Noé tuvo que habérselas con el arca y las aguas. Lo cierto es que el
hálito de antigüedad que emanaba de la medio penumbra de la casa de esta señora
me atraía muchísimo. Lo que más me llamaba la atención eran las sillas que
había en la saleta (antesala) y que estaban dispuestas de dos en dos tocándose
las esquinas. Qué interesante porque nunca he vuelto a ver algo semejante. ¿Estilo
de otros tiempos? Pero, ¿solamente en casa de doña Felipa? Ella me preguntaba
por las niñas de Luz. Me ubicaba, pero yo no la ubicaba a ella. ¿De qué, de
quién me hablaba esta señora entrada en montones de años que para mí eran
siglos? Ya había descubierto el concepto de siglo, porque era muy sabichosa. Es
que Luz era mi bisabuela, muerta más de un cuarto de siglo antes de que yo
naciera. Luz y Felipa eran amigas y contemporáneas. Nunca se me ocurrió
preguntar cuántos años tenía aquella señora, ni creo que hoy podría calcular.
Para mí era vieja y era suficiente. En aquellos momentos el llamarle vieja a
una persona era cuestión de respeto. Hoy dicen que políticamente es incorrecto
usar el sustantivo; se sustituye por eufemismos que al definirlos se llega a la
conclusión de montón de tiempo acumulado que a la postre y en buen castellano
se llama vejez. A la porra con tantos legalismo que han creado una sociedad
amorfa en sentimientos y absurda en principios. Felipa era una vieja
escrupulosa, limpia, vestida un siglo anterior al tiempo en que vivía, pero
vieja y punto sobre el asunto. “Al buen entendedor con pocas palabras basta”.
Azulito era el “taxista” del
pueblo donde mi tía ministraba, otro eufemismo innecesario para no decir que en
realidad era un “botero” o quien se dedicaba a usar una máquina (automóvil en
castellano correcto) casi tan añeja como Matusalén para cobrar unos centavos y
llevar gente a los alrededores y pueblos cercanos. Iban todos “como sardinas en
lata”, apiñados y algunos bastante malolientes, pero había que atender a los
pasajeros y clientes que dejaban sus moneditas. Cuando había algún enfermo de
cuidado era Azulito quien lo llevaba a la consulta de Estacholi, el médico del
poblado. Al menos en mi pueblo natal había otros medios de transporte un poco
más modernos, pero para el caso, era igual, hasta en carretones llegaban a la
consulta de Villita o de Pedrito gente con todo tipo de maluquerías. El pobre
Pedrito era pediatra, pero cuando llegaba alguien había que atenderlo porque la
clínica de los chinos estaba lejos, Garabito estaba ocupado, la clínica de
Fariñas abarrotada. Es que mi pueblo era un pueblo chévere donde todos se daban
la mano y la ayuda estaba siempre a la orden del necesitado.
Ahora ya en propiedad y continuando
en el pueblo que me vio nacer, era más que pueblo porque tenía sus personajes
típicos que solamente se daban en urbes de cierta envergadura. Potrillé era
todo un caballero, un tipo jovial y muy excéntrico. La capital de nuestra isla
tuvo al Caballero de París, Juana la loca y Bigote ´e Gato, pero mi pueblo tuvo
además al cojo Rumbao. Eran la atracción de los “turistas” que llegaban. Aquí sí
que me río a todo dar. ¿Turistas en mi pueblo? O estoy soñando, exagerando o
comiendo de lo que pica el pollo. Pero, estos personajes y a los pocos
parroquianos que llegaban les atraía nuestra peculiar manera de vivir. Mi
pueblo, de no haber sido por la desgracia de años tardíos, habría llegado a ser
una gran ciudad solamente porque tenía toda una epopeya de curiosa gente que
amenizaba las tardes.
Había ilustres y millonarios,
además. Unos sin dinero, otros sin cerebro, pero con dinero. El desbalance es
una norma en el mundo.
Al lado de mi casa quedaba la
única estación radial del pueblo. Era la CMHP de Generoso Guevara, excelente
amigo y casado con una camagüeyana de un temple extraordinario. Cuánto quisimos
a esa familia. Todavía se conserva la amistad aunque los progenitores, menos
una, ya salieron cantando el manisero. Fueron unos vecinos ejemplares que
amenizaron con su presencia muchas tardes veraniegas de mi bello pueblo.
Conversaciones agradables, edificantes, inteligentes era la norma en mi casa
después de las 6 de la tarde. Día tras día los temas bullían y salían con la
naturalidad de mentes muy inquietas y siempre en estado de producción. Recuerdo
tantas cosas de aquellas noches pues aunque los niños jugábamos en nuestro
entorno, mi oído aguzado y travieso siempre se detenía en las conversaciones de
adultos donde los niños no tenían cabida. Pero como a mí eso no me importaba,
así me enteraba de cuanta cosa pasaba en el pueblo. No es que ese grupo
dinámico fuera chismoso. Sencillamente era una forma de entretener lo que de
otra manera habría sido un aburrimiento de madre.
Recuerdo la forma con que mi padre siempre terminaba la sesión de
la prima noche que se prolongaba bastante, pero como los niños debían ir al
colegio al otro día, no quedaba más remedio de que todos se fueran a la cama.
Mi padre siempre salía con su consabido repertorio de “la visita tiene sueño y
la gente de la casa quiere dormir”. Esto le seguía la respuesta del afable
vecino, “el descarado soy yo que espero a que todas las noches se me diga lo
mismo”. Cuánto diera por oír ese diálogo con que se cerraba la noche de mis
años de infancia, pero el tiempo cruel como es su más afamada característica,
no me lo ha permitido. Y, como el pasado, pasado es, ahí queda mi ilusión y mi
deseo.
Tanto falta para completar estas
memorias, pero por no cansar a quien de seguro no va a leer estas cuartillas,
me abstengo de continuar una perorata que no tiene sentido si no tiene un
lector, al menos, que comparta mi delirio. Cuidado que a cualquiera le resbala
el seso y se va en picada y no hay quien lo detenga. Luego, vienen las quejas,
las demandas y los sinsabores. Que conste, no tengo un céntimo a mi haber, así
que no pierdan el tiempo con eso de que la ley en este o en aquel país se
aplica porque en mi caso, de donde no
hay, no se puede sacar nada. Así que a otro perro con ese collar.
¡No vale vivir sin celebrar!
Memoria 3
Las locuras son diversión para
quien las hace y las disfruta, de eso no hay dudas. Yo me he entretenido mucho
en este campo de la ciencia. La risa de mi nietos es un aliento para seguir
haciendo de las mías.
Recuerdo que una vez salía yo
del colegio, estaría en primero o segundo grado, después de que mi hermana me
había dicho que un niño la andaba molestando. Yo era la mayor y lógicamente me tomé
muy a pecho la responsabilidad de detener la tal molestia. Había llovido y,
claro, nuestra hacendosa madre nos había provisto de sombrillas para
guarecernos aunque el colegio estaba muy cerca de nuestra casa. Yo no intenté
ni busqué ocasión ninguna, todo se presentó a pedir de boca. Ya no llovía y mi
sombrilla la llevaba cerrada con su pronunciado pico en la punta. El pobre
chico se me puso delante en el camino de regreso al hogar, un perfecto blanco
para ingeniosa fechoría. Nada más adecuado ni más prudente que pincharlo a rajatablas por donde más lo
sintiera. El chico, menor y de menos estatura que yo, nunca pudo pensar lo que
significaría para él parapetarse frente a una hermana celosa y cuidadosa.
Revisé su menudito cuerpo y no encontré flanco más directo y más certero que la
ranura que se le marcaba por encima del pantalón en el traserito impúber de mi
víctima. Ahí paró la punta de mi sombrilla con alevosía. Qué gustazo me dio
hacerlo y nunca pensé que tendría consecuencia alguna mi acto en defensa de mi
hermana. Nunca lo he olvidado, nunca lo olvidaré y si el pobrecito aun anda por
este mundo de los pillos, lo recordará también.
Todo pasó, sin mayor revuelo,
cenamos, nos fuimos a la cama y yo saboreé mi delito en el silencio de la
noche, cómplice de muchas fechorías.
Llegó la mañana soleada y tropical
y para el colegio partimos. La maestra me estaba esperando y era lo menos que
yo imaginaba. A pesar de ser molestón el chico en cuestión, era chismoso y
delator. La mamacita del niñito que no supo defenderse por sí mismo, tomó
cartas en el asunto y la maestra oyó su queja. Me pusieron frente a toda mi
clase, me hicieron estirar mis manos y con una regla en mano la maestra me
reglazó, ah, inventé una nueva palabra, tremendo verbo. Me encanta enriquecer
mi abundante lengua, la más preciosa del mundo. Las manos se me hincharon y las
venas estaban por explotar. Bandida maestra que no entendió que solamente
defendía a mi hermanita.
Ese día pasó sin mayor molestia
porque siempre he sido devota de la paremia, “a un gustazo, un trancazo”. Al
llegar a mi casa me esperaba mi mami, ya enterada de la cuestión y de nuevo a
penitencia inmerecida. Esos tiempos eran maravillosos y todo se resolvía a
reglazos. Me das y te doy, era la consigna y no se conocía ni el terrorismo, ni
el vandalismo, ni las pandillas. La regla era el arma común de todos. ¡Vivan
todas las reglas del mundo! Otro mundo totalmente desconocido para los poblanos
del siglo en que vivimos con su rimbombante mote de XXI. Y, la vida sigue su
agitado curso.
Ya la edad de la cordura
parecía querer llegarme a lo que una terrible oposición interior se apoderaba
de mí. “Yo cuerda, ni pa´l tigre”, repetía una vocecita suave y quieta en mi
cerebro. Y, así continuaba la vida tranquila en mi tranquilo pueblo.
Mis veranos seguían con todo el
color de la alegría y el desborde de amor que distinguía a mi hogar. Siempre de
aventura en aventura, de lugar a lugar de acuerdo adonde mi tía, misionera
bautista, se desplazaba a plantar iglesias y misiones o al campo con tíos
abuelos y primos. Todo lo anterior llegaba con interludios que mi padre
provocaba de muy buen talante y nos hacía andar trotando por toda la isla.
Fueron días de ensueño tropical, de goces inesperados que unían nuestra familia
de una manera increíble. Éramos, sin querer, la envidia de nuestros amiguitos y
también de sus padres, Era vivir a lo rico, disfrutar a lo millonario sin ser
lo uno ni lo otro. De esas deliciosas huellas se alimenta mi recuerdo y me
hacen soñar cada día que respiro no el aire del medio ambiente donde me
encuentro, si no aquel que se me coló en el alma y de ahí extraigo la fragancia
de mi tierra, del solar que aunque no físico, es una realidad dentro de mí.
Mis patines de municiones, mi
columpio, las flores en el patio de mi abuela y luego de mi madre, mis clases
de piano, las ruedas infantiles en el patio del colegio o en el parque, todavía
estoy en medio de ese ajetreo, feliz, sin preocupaciones. Quisiera ver volver,
pero en realidad no necesito volver. Simplemente cierro los ojos y ya me encuentro
en mi paraíso perdido.
Paraíso de ensueños
Y dulces quimeras
De valles y llanos,
De abrazos y besos.
Mi verdad vuelve a sueños,
Vivencias primeras,
Caballos alanos,
Dulces embelesos.
Los deseos, mis sueños,
Van en carreras
Tras idos veranos
De amores excesos.
Mis recuerdos risueños
Flotan cual banderas
Trayendo livianos
Muy dulces regresos,
A parajes costeños
Quitando barreras,
Todos campechanos,
Como yo, traviesos.
Convertida ya en leños
Crucé las fronteras
Con versos cubanos,
Que aún cantan mis huesos.
Los actos cívicos, patrióticos,
religiosos eran parte de nuestro deambular escolar. Cuánto esmero, cuánto
empeño en que fueran las mejores producciones de aquellos tiempos. Yo, la
inteligente y agraciada en las letras, estudiante de 100 puntos y conociendo el
arte de esconder, algunas veces, la esporádica mala conducta, estaba siempre en
el primer plano de elocuente oradora leyendo mis sentidas composiciones,
editadas todas por la brillante pluma de mi padre, o declamando regias poesías
de ilustres poetas. Me destacaba mucho y todos me mimaban aunque nunca faltaban
algunos comentarios, tales como, “qué pena que sea tan feíta”, u otro tal como,
“si fuera un poquito más agraciada, pero eso sí, su santa madre hace todo lo
posible porque luzca bien”. Ninguno de ellos jamás me afectó, y hoy en la
senectud de mi vida me resultan de una hilaridad que no quita la risa consuetudinaria
de mi feliz existencia.
En la iglesia, lugar que
siempre he considerado mi segundo hogar, sucedía lo mismo, con comentarios y
todo. En Biblia, me llevaba a quien me pusieran por delante y cuando mis
amiguitas querían irse a jugar, yo prefería seguir hablando con los pastores y
las misioneras sobre teología y el griego del Nuevo Testamento. No en balde
preferían a mi hermana más normal que yo en todo sentido y a toda hora. En ese
grupito estaba una buena amiga de mi niñez de quien no he vuelto a saber desde
mis 9 años. Qué ingrata es la vida. A veces sueño que al doblar una esquina me
voy a encontrar con Marta Garabito, hija de uno de los médicos muy conocidos de
mi destacado pueblo.
En aquellos primeros años de mi
carrera musical, porque fue carrera aunque no lo crean, todavía no tenía piano
en casa. Iba a casa de un tío amado y muy respetado en mi pueblo, el señor José
Martín que en aquellos tiempos vivía en el Paseo de Martí y tenía piano. Allí tenía
su academia e impartía las mejores clases que quizá se dieran en gran parte de
mi país, culto por antonomasia no me cabe dudas de lo aquí expresado. La
cultura del señor Martín era tal que lo consultaban ilustres intelectuales de
la época. Su esposa, muy dada a las cosas serias y a las responsabilidades de
la educación siempre andaba resolviendo la vida y milagro de todos los que se
le acercaban. La quise entrañablemente y pude estar con ella hasta la hora de
su muerte, ya en suelo extranjero. Así se escribe la historia.
Me convertí en funeraria cuando
pude llevarle las flores al cementerio el día de su entierro. Cuando aquello
tenía yo un camión en lugar de automóvil, otra de mis extravagancias de
aventurera. Emulé a un tío postizo, hermano de la difunta, que entre sus muchos
negocios puso una funeraria y al no tener donde llevar los muertos al
cementerio, pidió a los bomberos del pueblo que le prestaran el carruaje que
usaban para ir a apagar los fuegos, claro, era tirado por caballos. Así muy
horondo llevaba su primer muerto, pero al pasar por la iglesia católica los
curas comenzaron a tocar campana. Los caballos, acostumbrados a correr cuando
oían la sirena de alarma, se desenfrenaron pensando que en vez de enterrar a un
muerto iban a apagar un fuego. De más está hacer constar aquí que el negocio de
mi pobre tío murió al nacer. No todos tienen el privilegio de descender de
semejante abolengo.
Pero volviendo a los conejos de
España como decía mi abuela por retomar el hilo de la narración, [por eso de
los fenicios que encontraron muchos conejos cuando llegaron a las costas de lo
que hoy es España y la nombraron Hispaniola que en lengua fenicia significa
tierra de conejos] diré que en casa de mi tío, el señor Martín, iba a mi do,
re, mi, fa sol, la, si, do casi todas las tardes. La vieja Chicha, la abnegada
esposa de mi tío, como cariñosamente yo la llamaba, me daba instrucción tras
instrucción de que me mantuviera en el piano estudiando mis escalas. Ella me
premiaría y así siempre lo hizo con unas galletitas y un vaso de leche cruda
que era una delicia para mí.
En saliendo mi dulce tía por la
puerta porque por las ventanas no se sale al no ser por emergencia, mi tío, el
señor Martín, se me acercaba y me decía, “váyase al Paseo a jugar con su
hermanita y su prima (su hija menor) y cuando usted oiga mi silbato, corra y siéntese
al piano, que la señora casi llega”. Lo amé por su sinceridad y por su
humildad, lo respeté por su sencillez, lo quisiera imitar porque nunca dejó de
ser un niño travieso. Hoy está en la gloria de Dios junto a muchos a quienes
mucho amó.
En aquellas tardes preciosas
estivales muchas, de frío intenso otras porque mi pueblo es el más frío de mi
país, tibias y calurosas algunas cuando llegaba el bochorno del verano, jugué
mucho en ese Paseo precioso que hoy mantengo intacto en mi nostalgia. Allí
aprendí que una amistad sincera aunque tierna y embrionaria puede convertirse
en lazos indisolubles de familia. Piti, que así le llamaban a la menor de las
hijas del señor Martín y la vieja Chicha, no concebía que nosotras no fuéramos
familia y allí sellamos para siempre esos nexos familiares que han sobrevivido
una caterva de años y así será por toda la eternidad.
¿Cómo olvidar los ratos que
hasta aquí vengo relatando? Y, que conste, no hay hipérbole en mi narrar si no
solamente recuerdos idílicos de un acontecer real.
Mi moto y yo recorriendo mi mundo
Memoria 4
La vida es un constante ir y
venir, estáticos ni cuando dormimos. Llegan cambios deseados y otros no tan
deseados o nada deseados, pero llegan. Eso sucedió un día, quizá el más
tranquilo, el más sereno de todos los que había vivido. Apenas cumplía yo 9
años cuando “me arrancaron del nativo suelo” emulando a doña Tula, la grande y
magistral poeta de poetas, Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Una nueva vida, un nuevo
horizonte nos esperaba hacia rumbo incierto a un mundo desconocido. Mi padre,
el bohemio por excelencia, había sido trasladado a otra ciudad grande,
bulliciosa, llena de intereses y diversiones de muy distinta índole de las que
ofrecía mi tranquilo pueblo en el centro y corazón de mi país. Pero cuando de
progreso se trata, pues manos a la obra sin mirar atrás.
Así llegamos a una bellísima
ciudad, antigua, vetusta, solemne, arcaica, llena de tinajones con un hablar
peculiar, distinto, ensoñador; ciudad que amo y amaré mientras viva porque me
robó el corazón. “Camagüey heroico de leyendas viejas” como comienza a
describirla una poesía que en mi casa se repetía con delirio. Y, hoy creo que
esa descripción retrataba a esa colección de iglesias y plazas de calles
estrechas que emanaban su historia mientras que por ellas se caminaba. Ciudad
no tan solo de tinajones y aljibes si no de pan de Caracas, típico de la región,
del casabe para acompañar al lechón asado. Ciudad de cementerio lleno de
romance y poesía, montes que han guardado leyendas, mentiras y verdades,
secretos de familias ilustres. Cuántas cosas quedan en el fondo del olvido, ah
si las cosas tuvieran alma para contar, cuántos hallazgos sepultados por el
orgullo y el buen nombre de familias saldrían a relucir. El baúl de los
recuerdos se tira al fondo de la mar para que nunca se sepa de fortunas mal
habidas, de desheredo, de desprecio, de bebés nacidos fuera de la moral. Pero,
ahí hay que dejarlos porque los buzos históricos no se interesan de descubrir
mentiras de quienes siendo prosaicos plebeyos se las dan de encopetados con
apellidos que asombran por su sonoridad. Vivimos engañados y engañando.
Lo que más les llamó la
atención a esas dos niñas que éramos mi hermana y yo, fue el “abur” de los
camagüeyanos. No había camagüeyano que no se despidiera si no con el consabido
abur. Me parecía tan sonoro, tan elegante, tan sabroso que me pasaba la vida
buscando la oportunidad de despedirme de alguien para usar el abur. Con pocas
delicias se contenta a una niña.
Los tranvías detrás de nuestra
casa que no nos dejaban dormir, el balanceo en las aceras al atardecer cuando
las faenas de las casas concluían, son destellos que vienen como cocuyos a
alumbrar mi recuerdo. Mis tardes en el casino campestre que divisábamos desde
la terraza de mi nueva casa, el fresco que producía su inmensa arboleda, sus
jardines, sus fuentes, sus bancos para descansar, sus amplias aceras para
montar nuestra bicicleta, por supuesto regalada a nosotros por mi tío adorado,
¿podría jamás olvidar esos días?
Nuestras tardes en el Atlético
donde mi padre jugaba en un equipo de pelota y mi madre conversaba con las
damas amigas mientras mi hermana y yo jugábamos con nuestras amiguitas en las
mesas de ping pong, o montones de juegos ideales para nuestra edad. Es un
ajiaco nostálgico de recuerdos de vivencias que dejaron huellas profundas en el
alma de una jovencita soñadora.
Las maldades en el nuevo
colegio, penitencias que se atenuaban porque yo sabía hablar y recitar y pronto
llegué a ser punto fijo en los actos cívicos cada viernes. ¿Qué joven de hoy
tiene la menor idea de lo que hablo cuando digo “actos cívicos”? Me apuesto lo
que sea que no tienen ni por aproximación, un concepto que los acerque de qué
se trata. Pobre mundo que perdió la moral en alas del progreso y adelanto y
arrebató con ello las ansias de soñar y vivir a lo grande aumentando toda la
hojarasca de bienes materiales que no permiten disfrutar de las ilusiones de
niño. Hasta el derecho de hacer historia se ha perdido porque no hay tiempo
para dejar constancia de nuestro paso por el mundo.
Qué descansada vida
La del que huye del mundanal ruido,
Y sigue la escondida
Senda, por donde han ido
Los pocos sabios que en el mundo han sido.
[…]
Un no rompido sueño,
Un día puro, alegre, libre quiero;
No quiero ver el ceño
Vanamente severo
De a quien la sangre ensalza o el dinero.
[…]
Vivir quiero conmigo
Gozar quiero del bien que debo al cielo,
A solas, sin testigo
Libre de amor, de esperanzas, de recelo.
Fray Luis de León
Ciudad fascinante que vio mi
paso de niña a mujer, donde descubrí atractivos platónicos y primeros sueños
sin nunca concretizar nada porque el pudor se imponía y resultaba agradable
imaginar las cosas y no hacerlas. Todo parecía ser una delicia, vivir soñando
tenía un inmenso atractivo que no hería a nadie ni a nadie ofendía.
Fueron años hermosos que
dejaron profundas alegrías en mi alma saltarina buscando aventuras ya fuera en
el mar o en la tierra; hacer lo que nadie se atrevía era un imán que me atraía poderosamente.
Me realizaba como persona y me perdía en mis pensamientos.
Fueron los años de excursión
casi constante al ingenio donde era mayoral un gran amigo de mi padre. Cuántas
travesuras a caballo por medio de guardarrayas entre los sembrados de caña con
incursiones al batey del ingenio y a la casa club. Cuánto se aprende cuando se
está en contacto con la naturaleza y cuando ya la mente ha comenzado, por
obligación, el proceso de tomar conciencia de la realidad que nos rodea.
En buen colegio continué mi
esmerada educación que atendían mis padres con gran celo. Yo seguía con mis
libros y mis composiciones para los actos cívicos. La niña aplicada de una
memoria inexplicablemente brillante. Cuántas cosas acumulé que años más tarde
me asistieron poderosamente en la vida intelectual que decidí continuar.
Ayer fue un sueño que hoy es realidad
En Camagüey conocí mejor a mi
país porque de ahí nos deslizábamos a lugares cercanos y más orientales del
país. Eran excursiones llenas de descubrimientos que alentaban mis ansias de
vivir a plenitud y siempre en constante movimiento. Lo estático nunca se ha
dado muy bien conmigo. Creo que de mi padre, entre muchas otras cosas, heredé
un poco su deambular bohemio.
Nos pasamos todo un verano en
un pequeño cayito de la costa norte de Camagüey donde vivimos en la forma más
primitiva posible desde un retrete en las cercanías de la casa que habitamos,
casi un bohío y aunque amplio, sin muebles hasta dormir en hamacas. No había
agua dulce y mucho menos baño; el baño eran las tibias aguas del Océano
Atlántico que en la zona del Caribe es tan agradable. El oleaje era tranquilo
por la cantidad de cayos que había, pero cuando se enfurecía, olvidaba que
estaba en el Caribe. Solamente contábamos con un faro en aquel lugarejo que en
menos de 15 minutos le dábamos la vuelta.
Esta oportunidad la aproveché
en el silencio de mi locura por la naturaleza. Salir de tierra firme en una
chalupa con bastante seres humanos, [éramos 17 personas, todas relacionadas de
alguna manera] y adentrarnos en un mar picado de olas enormes daba temor, pero
la tranquilidad que me invadía no me dejaba pensar en el peligro e hicimos la
travesía entre el vómito de algunos, la risa de otros y el miedo de no pocos
sin mayor novedad. No creo que muchos hayan tenido ese privilegio y regresar
tan campantes y frescos como lechugas recién cortadas del huerto.
En Camagüey comencé mis
estudios superiores en el plantel que en mi país se llamaba Instituto de
Segunda Enseñanza y lo que cursábamos era el bachillerato, una carrera en sí
que nos situaba, al terminar, en equivalencia con clases pre-universitarias en
algunos países del mundo. La educación era sólida y se salía sabiendo, lo cual
es un orgullo para los viejos de mi promoción. Se hacía de la vida algo valioso
que luego les valió a muchos el progreso que lograron en otros países. Mi país
preparaba con esmero a los futuros líderes aunque haya muchos que hayan
abrazado la corriente del despecho. Si nunca se realizaron no es culpa si no de la falta de disciplina
que quizá quieran ocultar, pero a cada quien con lo suyo. El alma de las cosas
enmudece ante la estulticia humana.
Los años siguientes se desvanecieron
muy pronto y de nuevo a empacar y a emprender el vuelo hacia otros horizontes
quizá más estables. Salimos un día después de haber zapateados las dos provincias
orientales a lo ancho. Eso permitió que cuando llegó la hora de la partida
definitiva, pudiera llevarme dentro de mí el recuerdo cálido de un fresco
verano que se me antojaba eterno.
Memoria 5
Todavía no llegaba el
atardecer, pero se acercaba. Cuando las cosas no se presienten no se creen
hasta que no llegan.
Nuestra ruta esa vez fue hacia
la capital del país, vetusta, antigua, elegante, inquieta. Con tintes de
modernismo, señorial, atractiva, voluptuosa, bulliciosa, ciudad que cuando
parecía dormir más alerta estaba.
No era terreno desconocido, más
bien, harto conocido. Pero “una cosa es con guitarra y otra es con violín”. Los
comienzos siempre son inciertos y presentan un lado débil, pero una familia
andariega no se apaga muy fácil. Al contrario, las nuevas aventuras siempre son
incentivos para descubrir, para aclimatarse, para emprender, para vencer
dificultades. Y, así nos sucedió a nosotros.
Para mis padres fue un volver,
como buenos malabaristas, al lugar de partida. Fue en la capital donde se
conocieron y unieron sus vidas hasta que la muerte los separó. Mi padre no era capitalino,
pero se había desplazado hacia allá por la necesidad imperiosa de seguir
viviendo en un país donde se desangraban las fortunas. Mi madre volvió a su
asiento una vez que dejó a su Galicia natal. Para mi hermana y para mí, fue
vivir de nuevo vida de turista hasta que nos fuimos adaptando a la idea de que
no había regreso, que estábamos en casa y así continuamos escribiendo la
historia de nuestras vidas de adolescentes y nos fue muy bien. Ya nos habíamos
acostumbrado al despegue de lo conocido, porque esa es la vida de los
aventureros y la constante de nuestro hogar.
Comenzó un nueva inquietud, una
nueva etapa en el diario respirar. Nos fue muy bien, quizá mejor que en otros
lugares, pero siempre la chancletita vieja se extraña hasta que el pie entra en
control del calzado nuevo. La urbe capitalina brindaba mucho y todo se quiere
abarcar demasiado pronto. Poco a poco se va entendiendo a adquirir un tantito
de paciencia mientras se espera lo que no se sabe y así se comienza a vivir de
nuevo.
Nuevas empresas, nuevas metas,
nueva gente, nuevo hábitat, nuevo paisaje, nueva manera de pensar, de hablar,
de sentir. Los logros van llegando a su paso, nada de apresuramiento que entorpece
el curso de la vida. Paso a paso, pero firme cada uno de ellos, hace que se
llegue a metas quizá nunca propuestas. La vida es tan divertida como se quiera
o tan aburrida como se esquiva. Los atardeceres pueden ser bellos si el alma la
puebla la belleza, de lo contrario el más soleado o el más oscuro de ellos será
siempre lo mismo, una pereza en el pensamiento y un peso en el sentimiento que
consume y al fin derrota.
Nuestro paso por la capital nos
marcó, claro, ¿cómo no habría de ser?
Pero, a tantos años pasados y sopesando las circunstancias, creo que podríamos
darle una muy buena calificación a esos pocos años de nuestra existencia. Nos
habíamos acercado a familiares que antes se habían desplazado a la capital, fue
muy fácil hacernos amistades, recorrer otros laberintos intrincados que dejaban
frescor en el aliento de los sentimientos. Fue un conocer más y más el terruño
que nos había visto nacer. La ingratitud es mala consejera por eso hay que
dejarla a un lado y saborear tiempos en que aun cuando pudieron ser mejores,
fueron estupendos, completos, llenos de sorpresas agradables y otras no tanto,
pero sorpresas al fin y al cabo.
Allí casi que aprendimos a
vivir de nuevo, no tanto por lo cosmopolita de la ubicación en que nos
encontrábamos si no porque cada lugar tiene su sabor propio y su idiosincrasia a
pesar de haber salido de nuestro pequeño mundo, pero tan lleno de ensueños y
encantos que lo hacían a nuestros ojos, un indomable y un efluvio de lo
indómito a lo grande, a lo inmenso. Ese fue nuestro sentir y como lo vivimos a
plenitud, nadie puede decir que no fueron vivencias porque cada quien tiene las
suyas y son muy personales y muy íntimas.
La capital nos curtió, nos
preparó para un futuro en aquel entonces totalmente ajeno y distante.
Aprendimos a vivir de otro modo, es lo que llaman muchos imbéciles, período de
adaptación. Si el ser humano se hubiera adaptado a vivir, jamás habría
adelantado ni un ápice y andaríamos todavía con taparrabos o como un Pitecántropos
erecto cualquiera. Pero, sí, viendo las cosas desde otro ángulo, no quedó más
remedio que buscar una adaptación cómoda y sin mucha algarabía. Los escándalos
nunca han sido platillo para saborear en la lista de mis sabores predilectos.
Nos integramos a un vivir
quieto en un reparto lejos del ajetreo capitalino, aunque, confieso, cuando le
agarramos el gusto, nos deleitábamos mucho con el trajín del ir y venir. Yo
seguí mis estudios de bachillerato obteniendo mis ya martillados sobresalientes
y mi hermana gozando la “dolce vita” de niña de bien. Fue su selección y le fue
muy bien. Inteligente la chiquilla, mucho más que la afamada hermana mayor que
solamente se interesaba en libros. Pero, la felicidad y la risa en el hogar
seguían haciendo de las suyas.
Nunca almorzábamos solos. La
mesa en mi casa era una festividad cada día; los chistes se multiplicaban y la
risa se dejaba oír. Rodeada de abuelos y tíos que en verdad nos amaban, la vida
había tomado un nuevo matiz de tintes muy halagüeños. La capital nos había
recibido con alfombra roja y tintes de un ocaso de oro. Esto no lo supimos
hasta cuando llegó el debacle al país y hubo que de nuevo, bultos al hombro,
partir para nunca más volver.
Esos años en la capital fueron
intensos, parecían completos sin que les faltara nada más. Lo desconocido
siempre es una incógnita, pero llega el momento en que deja caer su velo y se
palpa la realidad que nunca se quiere palpar. De la opulencia a la nada, del
buen vivir al mediano vivir y de nuevo frente a un mundo verdaderamente nuevo
porque cuando algo se ve con $10.00 en los bolsillos es muy distinto a como se
ve el mismo mundo más pelado que un mango chupado. Pero, a emprender de nuevo y
a conquistar barreras que parecían imposibles.
Viví antes en el extranjero, en
una universidad, claro, fuera de lo mío, por un tiempo por razones ajenas a mi
voluntad. Pero, mi padre tenía lana de donde sacar para que su hija mayor
viviera muy bien fuera de casa. Vinieron los primeros tintes del recuerdo, de
las salidas, de los buenos restaurantes, de las playas cálidas y hermosas, de
las buenas amistades y comenzó el gusanillo de la nostalgia a hacer de las
suyas. Sin embargo, esa vez todo pasó como en un mal sueño. No llegó a ser
pesadilla, esa estaba escondida para mostrar sus garras un tiempo después.
El regreso fue glorioso,
fructífero, enaltecedor y todo lleno de esperanzas. A vivir a lo grande sin
preocupaciones. Mi padre con plata en el bolsillo. Mi madre más buena que el
pan y mis tíos ahora orgullosos de las sobrinas que embellecían el hogar. Nada
que desear, nada que pedir.
Cines, obras de teatro, ballet,
repertorios, cultura, exhibiciones de arte, música, viajes, todo a pedir de
boca y como por encanto, los sueños realizados amenizan muy bien los deseos del
corazón. De paseo en paseo, de viaje en viaje, de campamento en campamento, de
convención en convención, de visita en visita, de playa en playa, la capital
nos dio de sus gratos sabores y nosotros los aprovechamos todos.
La antigua y afamada
universidad con sus escalinatas imponentes fue mi próximo recinto educativo.
Antiguos profesores que recordaban mis calificaciones y mi deseo intelectual
fueron una delicia, un re-encuentro victorioso. Libros, revistas, actos
educacionales de mayor envergadura, conferencias, liceo, estudio en institutos
especializados, clases de idiomas, teatro y más teatro. Me sentía como una
mariposa revoloteando por entre las más bellas flores del universo.
Mis amistades, mi iglesia, mis
salones de clases avanzadas, mi piano que tocaba con delirio, con un frenesí
que sin yo saberlo era un anticipo de la separación. En constante ajetreo, en
constante diversión, de una cosa en otra, sola, acompañada, la familia, el
mundo, todo nos pertenecía y mi hermana y yo, más malcriadas quizá que nunca,
vivíamos a todo dar. Pero lo bueno fenece, es que es de rigor que termine. En
la cresta de la ola no se puede siempre estar y un mal día vino la resaca y se
lo llevó todo, menos el ansia de vivir y de comenzar de nuevo. La mediocridad
nunca se dio en ninguno de los nuestros, por lo tanto, no podría darse con
nosotros.
Cuando pones la proa visionaria hacia un estrella, y
tiendes
el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección
y
rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte
misterioso de
un nuevo ideal.
El hombre mediocre, José Ingenieros
Un día, el menos pensado, de
nuevo la voz de mi padre que anunciaba una nueva partida. Esta vez si que la
partida se vislumbraba tétrica y sin esperanzas de cambio. El mundo se
derrumbaba ante nosotros y esta vez con el girar de una llave en la cerradura
de la puerta principal. Todo quedaba detrás de esa puerta que se cerró para
nunca más volver a abrirse.
Un adiós doloroso y constante
Memoria 6
La llegada desvalida, un lugar
conocido cuando los cuartos sonaban no luce el mismo lugar cuando no hay
cuartos para sonar. Pero, “Ebenezer, hasta aquí nos ayudó el Señor.” Con la
frente muy alta en una espera desesperante comenzamos, mi hermana y yo a
ejercitar la paciencia, una de las tareas más difíciles en la vida.
Y, los días pasaron con sus
noches sin esperanza casi de rescate, pero Dios no olvida a los suyos, ni mi
tío tampoco nos olvidó a nosotras. Fue un rescate muy bienvenido. Y, de nuevo,
un nuevo empacar para desempacar casi enseguida. ¿Hacia dónde? Parecía que era
hacia el averno, pero la acogida en casa de nuestro tío fue muy alentadora en
medio de un crudo invierno que nos envolvía. ¿Dónde estábamos? Todo tan
distinto a anteriores visitas, pero ahora no se trataba de visita si no de
residencia permanente.
Comenzamos la brega por la vida
totalmente desconocida para nosotras. El sustento hay que buscarlo para no
perecer de inanición. Las hijas de papi y mami ahora eran dos mujeres, jóvenes
muy cierto, pero mujeres enfrentándose a nuevas exigencias y responsabilidades.
¿Cuántas veces en la vida hay que comenzar? Las que sean necesarias, siempre oímos
decir en casa. Pero una cosa es oír y otra es vivir. Cuando no hay escape, ni
se encuentra otra salida hay que seguir adelante por el camino que se abre y
eso fue exactamente lo que hicimos.
¿Qué oían mis oídos
acostumbrados a palabras más suaves, menos hirientes y muchísimo menos
obscenas? ¿Adónde habíamos llegado mi hermana y yo? Pues a nuevas realidades
que denominaban el mundo de los inmigrantes, los marginados políticamente se
mezclaban en simbiosis desigual a los otros, también marginados, pero por
razones económicas y muy distintas ambas.
Aquel mundo que conocíamos, que
habíamos transitado con toda seguridad y paso firme, ahora se tornaba en
desconfianza, angustia e inseguridad. La vida comenzaba de nuevo y mientras más
pronto meterle el hombro, tanto mejor. No había otra alternativa.
Mis aventuras tuve que
empacarlas y meterlas en un baúl que parecía malamente sobrevivir en un olvido
involuntario. Allí permanecieron largos años como en un letargo que parecía que
nunca iban a despertar. Horas de incertidumbre, de dudas, de miedos no parecían
tener escape alguno. Cuando mis padres llegaron adonde estábamos, se mitigó un
poco la nostalgia, pero el dolor punzante en el alma se recrudecía. ¿Nos
adaptaríamos alguna vez al nuevo medio ambiente? Era distinto, tan extraño, tan
ajeno, tan distante que no veíamos una posible reconciliación.
Pasarían muchos, muchos años
antes de que pudiéramos darnos cuenta de hacia donde se encaminaban nuestras
vidas. Comenzaron las muertes, los afanes, pero el regreso quedaba cada vez más
lejos, más distante aunque se deseaba con frenesí en una locura fanática.
Nuevos afanes por la vida nos
empujó a derroteros desconocidos. De nuevo las hijas de papi y mami en un mundo
hostil, grosero, bárbaro para nuestras estándares de niñas de bien. No fue
hasta que nos convencimos que en todas las esferas sociales existen almas con
ansias y deseos. Para lograr éxito en la vida no es necesario nacer en cuna de
nácar si no en proseguir blancos en la carrera de la vida. Cuántas gentes
distintas, pero de corazones nobles y llenos de esperanzas. Eso ayudó a que
alimentáramos un poco nuestra momentánea derrota y resurgiéramos paulatinamente.
Los días fueron pasando y como
el ser humano es animal de costumbre, costó esfuerzo y empeño salir de una
mediocridad a años luz de nuestras ilusiones otrora realidades. Pero, sí, el
tesón y la determinación pueden mucho y aunque todo fue muy lento porque el
deseo era intenso, se fueron logrando metas y se fue mejorando de estado de
ansiedad a estado de quietud y espera promisoria.
Trabajos manuales, en sentido
de usar las manos para buscar el pan nuestro de cada día, en vez de trabajo
intelectual o vivir de lo que papi siempre proveyó. Las manos se arruinaron, la
vestimenta cambió, pero siempre con tintes de elegancia, vamos, algo se
conservó. Tuvimos que adaptarnos a un palomar en sentido de vivienda, pero con
comodidades. Las palomas vuelan y logran mucho, nosotros también volamos un día
del palomar y logramos mucho.
Metrópolis, oficinas, dinero,
paseos, tiendas, poco a poco se fue sumando a nuestra lista de expectaciones.
Poco a poco, sin llegar a lo que se fue antes, la realidad tocó tierra y
comprendimos la verdad de la vida. El aire Dios lo creó para todos y el sol
calienta a todos por igual. Aprendimos a ser mejor gente porque cuando se
desliza la vida como en un tobogán sin freno hasta llegar abajo, nosotros
tocamos fondo y de ahí, comprendimos entonces, que no era tan difícil levantarse
porque fue un alimento e incentivo al deseo de lograr más y mejor.
Se formaron nuevos hogares,
nacieron criaturas que vinieron a alegrar el abandono de otros años. Hubo un
resurgir con otros anhelos y otras obligaciones y así fue que comprendimos que
las cosas tienen alma que se crea en las nuestras propias. Y, a recordar, pero
no para sufrir, si no para continuar.
Los años pasaron, y muchos,
pero el verbo estancarse se evaporó de nuestro medio ambiente. Recordamos mucho
aquello de “el que no avanza se estanca” y lo nuestro era avanzar. Valga la
validez de las paremias que engalanan nuestra lengua. Siempre están a la mano y
vienen a resolver situaciones con comentarios acertados y a recordar nuestra
habilidad de no morir de quebranto e inercia.
Volver a reír y soñar, volver a
sentir ilusiones y buscar la forma de hacerlas realidad fue todo una misma
cosa. De otra forma expresado, no perder el deseo de vivir a plenitud como si
el mundo fuera todo nuestro y el océano el estrado de nuestros pies.
Comprendimos que nadie era mejor que nosotros aunque se creyera que vivía mejor
o tuviera más. Ayer tuvimos más y vivíamos mejor que muchos, pero como de un
plumazo, todo cesó, se quebró y se llevó sueños. Pero, como crear sueños es
fácil y el lograrlos a fuerza de determinación y entusiasmo, tampoco resulta
imposible, nos convencimos de que la vida valía la pena volverla a vivir aun
cuando fuera necesario comenzar de nuevo.
A medida que la vida mejoraba y
nos sonreía una vez más, el horizonte fue visible y nunca más lo hemos perdido de vista. Ah, benditas
ansias de vivir que sostienen en los momentos más aciagos y con sabor a acíbar.
La vida fuer tornándose llevadera hasta que un día, como un relámpago en cielo
despejado, nos despertó y comenzamos a disfrutar bendiciones que antes veíamos
como obstáculos.
A muchos años vista, tantos
como que han cegado la vida de amados y entorpecido el pensar de otros. Pero,
¿para qué pensar cuando los logros se hacen notar y engalanan los años que nos
restan por vivir?
La vida es un círculo que va completándose cuando a veces, en esa rueda que no se
detiene, estamos en la cúspide y otras veces en la profundidad de una cuesta
que dejó de ser y se volvió abismo. Pero, como la rueda gira sin detenerse,
volvemos a la cúspide repetidas veces. Un buen día saltamos para vernos
deambular arriba y abajo y decidimos pisar tierra firme.
La estabilidad es una
monotonía, pero quien lleva dentro la sinrazón de la aventura, no se estanca y
aunque cueste tiempo hacerlo, lo pudimos hacer. Como los años ya indican que
son pocos los que quedan, pues como en un loco frenesí, andamos corriendo,
volando, con peripecias, pero nunca aburridos o estancados. Con la seguridad de
una gloria de ajetreo y diversión, hemos emprendido la faena ya para cuando
lleguemos al hogar de paz, estemos acostumbrados a seguir saltando y brincando,
cantando y riendo porque sin querer habremos vuelto a la tranquilidad de vidas
quietas, pero en constante ebullición tras el descubrimiento de nuevos anhelos.
En ese remanso de paz que será nuestro hogar sempiternamente nos dejaremos
estar porque la verdadera paz no es estacionaria si no que en su movimiento está
su grandeza.
Aventurera nací, aventurera fui
cuando en mi infancia viví a plenitud. Aventurera he sido en mi malograda
juventud, pero como el ave fénix, de las cenizas resurgí para seguir en mi afán
de conquistar lo ignoto, lo inalcanzable, viviendo al borde del precipicio para
jugar a no caer y así conquistar más y hacer más sueños realidad. ¿Ha sido
fácil? Para nada porque lo fácil no alegra ni llena tanto como lo que se
trabaja con denuedo.
Como en días de niña, a campo
traviesa, me muevo en la seguridad de los brazos eternos que me sostienen y me
sostendrán por siempre jamás.
Nadie más alegre ni más
realizada en la vida que yo. No vivo la vida de los demás ni pretendo que nadie
viva la mía. Soy como una torcaza que se mueve impulsada por el viento de la
inocencia, porque para ser aventurera en la medida en que yo lo he sido, hay
que ser inocente. Solamente así se desconoce el peligro que atenuaría las
ansias de quien nació para volar alto.
Memorias insólitas, simpáticas,
aburridas, tontas, jocosas, evasivas, reales, vividas, ignoradas, ¿qué importa
si lo que ha quedado en el alma de viajera incansable, sea con la mente o con
el cuerpo, ha engalanado la vida que en el ocaso de su existencia, canta y bebe
el néctar de una salvación gloriosa?
Amado lector, si es que hay algún
valiente que se deje llamar lector, ¿te veré en la mansión donde todo es luz y
gozo? Te aseguro que allá andaremos de ensueño en ensueño, haciendo travesuras
y riendo porque de ninguna nos vamos a cansar. Comprende algo, del lugar del
que te hablo, es de la perfección de un Dios maravilloso que quitará toda
lágrima de los ojos y el dolor será desconocido.
Muchos han querido llegar a Shangrilá
y como es lugar mítico, jamás lo han encontrado. Pero, yo he encontrado el
lugar verdadero que existe en los brazos de un amante y humilde Maestro cuyo
nombre es para solaz. ¿Te interesa algo más? No lo creo porque con Él se vive la
plenitud que nunca se acabará.
La hilaridad se tornó en
seriedad, pero todavía podemos echar carcajadas al viento. Con eso alegramos el
mundo sombrío que compartimos tú y yo y unos cuantos más que quizá poco nos
importen, pero, que indefectiblemente tenemos que compartir. Sacar mejor
partida de la vida es la mejor receta para una felicidad efímera y temporera y si somos inteligentes,
entonces nos decidiremos por lo verdadero y eterno donde la total felicidad será
una realidad.
Ha valido la pena experimentar
las peripecias pasadas porque han sido acicate para un futuro más esplendoroso
del que se vio en el último comienzo, ¿último? Eso está por verse porque aunque
los años tiñan de blanco el cabello no es óbice para no seguir adelante tan
loca de remate como se comenzó una vida que quizá está por fenecer porque aquí
no nos quedaremos para semilla. Esos que guardan genes para luego pierden el
tiempo y una fortuna que enriquecen las bancas de los vivos y “sabichosos” que
se valen de los incautos o cobardes, mejor dicho. Ah, la ignorancia de las
verdades eternas es tema para otra memoria, pero como el papel se acaba, la
mente se quemó y la mano comenzó a temblar, ésa quedará en el cajón de los recuerdos
inconclusos de alguien que se propuso vivir a plenitud y lo logró con creces
¡Una loca en alta mar!
Con el cariño que merecen los
valientes amigos que se metan a tratar de entender la vida sabrosa de quien no
tuvo reparos en cantar las verdades a los cuatro vientos.
Mis saludos y mis parabienes,
Ana
Johnsonburg, NJ
Julio, 2012
Fin
¡Lo cual es inalcanzable mientras haya hálito de
vida en el cuerpo!