ROSAS ROJAS
En
la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había
una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los
dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos
que le aplicaban en el rostro.
Habían
comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los
golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos
estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo
buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que
golpeaba de manera feroz –que
por su ropa parecía ser el taxista– le
asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me
pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto
antes.
Perdí
de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las
puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un
pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
Unos
segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo
al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo
hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña
apuntó a mi pecho.
Haciendo
ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y
de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas
manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos
un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el
revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre
desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera
un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude
soltarlo.
Entramos
a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez.
Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta
adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al
detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta
el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo,
la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me
encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo
decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
–
No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores
que yo.
Habló
como si estuviera leyendo mi mente.
No
tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta,
debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se
desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi
ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me
lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía
ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En
pocos minutos llegó la policía. Tarde,
como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la
pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé
la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en
el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se
fueran, la abriría.
Ya
en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía
asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo.
Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me
senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver
si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había
muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta
mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario
a cargo de la investigación.
Sin embargo,
algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me
tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus
pertenencias.
Pero
no iba a poder hacerlo.
Unos
minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué
a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso.
Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me
preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise
decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El
más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por
allí, para esperar el obvio desenlace.
Les
agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
Después
de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De
una vez por todas.
Nunca
hubiera podido imaginarme lo que contenía.
Tenía
que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de
llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi
por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe
que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó
a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró
hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a
golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La
guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando
de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a
buscar al próximo destinatario.
Advertí
que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía
llevar algo pesado en sus manos.
Lo
seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el
contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber
cómo iba a convencerlo de que aceptara.
Se
me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con
todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido.
La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis
dientes…
Encontré
al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a
correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos
refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento,
le di la caja y le indiqué:
–
No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores
que yo.
No
tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta
del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí
sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus
zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos,
como si fuera un maldito trofeo.
Gonzalo
Salesky
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