domingo, 20 de diciembre de 2009

Natacha guzman - Victimas de la Magia

Un sacerdote entra en la prisión.
Le conducen hacia la última celda del corredor de la muerte. Una mujer va a ser ajusticiada al caer la noche.

Vengo a confesarte, hija.
No, no quiero confesar. No creo en Dios. ¿Sabe padre?
Pero, ¿Por qué? Confesar no está nunca de más. Debes arrepentirte de tus pecados...

Yo, verá, antes creía en Dios. Creía que el destino no estaba escrito. Que arrepintiéndonos, podíamos ganar el cielo. Pero ya no lo creo. Estoy desengañada. Haga lo que haga... todo está escrito. La magia hace su trabajo a su antojo…

No debes hablar así. Dios existe y desea ayudarte. Venga, cuéntame tus temores.

No creo que esto le importe mucho, pero... si quiere... se lo contaré.

La mujer hizo una pausa y tragó saliva, como preparándose para lidiar un difícil animal.

Verá, yo tenía una amiga que decía que era adivina. De hecho, vivía de ello. Su consulta siempre abarrotada de mujeres y hombres ansiosos de saber, de conocer su futuro. Yo la conocía desde niña y, desde siempre, ella aseguraba saber el futuro de la gente. Según Teresa el destino estaba escrito para todos nosotros y nada podíamos hacer...

Pero hija, eso son pamplinas... Deberías saber que las personas, en nuestra ignorancia, aceptamos cualquier cosa que nos haga sentir bien. Con Dios es diferente, es más fácil...

No, no. Déjeme que le cuente.
Un día, ella me dijo que había visto su propia muerte para el sábado siguiente y que estaba muy asustada. Claro, yo me reí de ella. Me gustaba pincharla y provocarla. Pero esta vez estaba asustada de verdad.
Me dijo que se encerraría en casa. Que cancelaría todas las citas con los clientes de ese día y, que ni siquiera descolgaría el teléfono. Yo reí y reí. Padre, déjeme tomar un poco de agua.

Un sorbo de agua se le hizo necesario para poder continuar.

Si, no te preocupes, aún tenemos tiempo.

Bien, pues cuando llegó el sábado yo me acerque a su casa para fastidiarla un rato y ¡Ni siquiera quería abrirme la puerta¡ ¿Qué le parece? Al fin conseguí que me abriese y se enfureció conmigo. Me ordenó que me marchara...

Tuvimos una pelea horrible:

Teresa me dijo ¡Que demonios haces aquí! ¡Te dije que no quería ver a nadie! No eres capaz de respetarme.

Perpleja le contesté: ¿Se puede saber qué te pasa? Creo que te estás excediendo. Teresa, estás completamente obsesionada con esto. ¿De veras crees que has visto tu propia muerte? Entiendo que estafes a la gente, pero estamos hablando de ti...

Teresa me espetó: ¡¿Sigues sin entender nada, verdad?! Yo no engaño a la gente, ¡Maldita sea! ¡Lárgate de aquí!
Teresa se acercó a la ventana dándome la espalda para ni siquiera ver cómo me marchaba. Yo estaba absolutamente ofendida y decidida a pedir explicaciones. Me acerqué a ella y, pegándole un pequeño empujón en el hombro, y con mi cara a unos pocos centímetros de la suya, le grité:
¡Vale! Me iré. Pero con una condición. Demuéstrame tus habilidades. Nunca has querido leerme el futuro. Soy tu mejor amiga, y puesto que "vas a morir hoy...", creo que tengo derecho a una consulta gratis.

Teresa, gritando aún más que yo y diría que asustada:
¡No, de ninguna manera! ¡Vete de una vez!
Asqueada le dije: ¿Lo ves? no eres más que una farsante. Deja de mirar por la ventana, no me des la espalda y ¡Dime! ¡¿Cuándo moriré yo?!
Teresa estaba furiosa: ¡Está bien! Tu lo has querido. ¡Escucha! ¡Por venir hoy aquí MORIRÁS!
Le llamé loca y le abofetee . Entonces comenzó una terrible pelea entre la dos.
Un fatal empujón le hizo caer por la ventana...

El sacerdote, que casi no había parpadeado tomó las manos de la mujer entre las suyas.

¡Santo Dios! Es terrible...

Ya lo ve, padre. Ella tenía razón en todo. Murió aquel día. Y dentro de unos minutos, la silla eléctrica me espera por su asesinato.
Si no hubiese ido aquel día... Pero el destino estaba escrito. Yo no soy culpable. Sólo soy una víctima de mi propia vida. Cuéntele eso a su Dios.

Un carcelero apareció en el umbral de la celda y le anunció que el tiempo había terminado.
El momento había llegado. El sacerdote intuyó que la mujer no deseaba ser acompañada hasta la silla y haciendo una señal de la cruz en el aire se dispuso a abandonar la celda.

La mujer le detuvo un instante con sus palabras:

Adiós padre, gracias por venir. Cuídese y... ¡Ah! Tenga cuidado mañana, cuando cruce la calle...

Natacha.